Álvaro Marín


Hace algunos años era habitual encontrar en los restaurantes o comederos populares una cinta helicoidal, colgante, engomada y antiestética -tanto como los palillos- con una función específica: atraer y atrapar las moscas que importunaban las actividades, y, de manera principal, a la clientela de dichos establecimientos. Posteriormente, entraron en acción unas lamparillas, menos rupestres, que electrocutaban a los insectos, con señal sonora incluida con el fin de dramatizar su efectividad ante los comensales desconcertados.
Este último avance fue precursor de la tecnología aplicada a la atracción, una modalidad estratégica que, un poco más adelante, alcanzaría y atraparía a los seres humanos. Veamos:
En ‘La Resistencia’, una de las últimas obras de Ernesto Sábato, el autor, visiblemente desesperanzado, compara la fuerza de seducción que encierra la luz de una lámpara para las polillas -ante cuyo calor sucumben-, con el poder hipnótico que ejerce la pantalla de televisión sobre el ser humano. A la sazón, Sábato se lamentaba de la constante intrusión sensorial que el hombre acepta de manera pasiva y que termina sometiéndolo a una servidumbre mental, a una verdadera esclavitud. Así mismo, sostenía que se estaban cerrando los sentidos, pues cada vez requeríamos más intensidad, como los sordos: no oímos, decía, lo que no llega a nosotros cargado de decibeles. Por lo tanto, pertenecemos a la era de la estridencia en el más amplio y rechinante de los significados.
Aun cuando la analogía ya se encuentra distante en el tiempo, su validez cae como anillo al dedo en esta época deslumbrada por los efectos visuales, y rendida a los pies de los nuevos hitos de la frivolidad y del sensacionalismo. Los operadores de televisión cerrada y abierta invierten una buena cantidad de recursos financieros en el diseño y adaptación de formatos exitosos, siempre y cuando resulten capaces de generar audiencia, y, con ello, ingresos astronómicos que resultan desproporcionados ante la dudosa calidad de los contenidos desde el punto de vista intelectual o sociológico.
Día a día, los conglomerados económicos afianzan más su poder a través de sus propios medios de comunicación e información. No sólo pretenden multiplicar sus desmedidas utilidades, sino influir eficazmente en la opinión -mal llamada- pública. Se trata de una estrategia trazada con precisión quirúrgica para alimentar la ansiedad galopante e incontenible del consumismo, pero en perfecta sintonía con el sector productivo, que necesita llegar al mayor número de compradores potenciales, susceptibles de seducir y embaucar con los embelecos de la modernidad. Esto solo se logra mediante un sugestivo atrapamoscas de última generación, debidamente calibrado para atraer hacia sus redes la novelería y la ingenuidad de la gente.
Como muestra de esas emboscadas funestas, encontramos el amarillismo noticioso, concursos de todos los pelambres -donde se humilla a los participantes-, novelones de la mafia criolla, los ‘entretenidísimos’ minutos de la farándula siliconada plagada de ídolos de papel y, ni hablar de fútbol, cuya omnipresencia adquiere ribetes dramáticos y laxantes.
Entonces, esa seducción narcótica empieza a llamársele fenómeno de sintonía o de ‘rating’, bajo cuya égida se le rinde culto a la nueva religión de la imagen y de la vanidad, que deliberadamente ignora los valores tradicionales y los principios del humanismo. Así mismo, la flamante categoría de los ‘famosos’ se abre paso, a codazos, por una pasarela de luces artificiosas, para perseguir impresionantes honorarios, que resultan ofensivos para una audiencia llena de necesidades que, irónica e impensadamente, les catapulta una celebridad tan instantánea como lucrativa. Ese es el alto precio vergonzoso del fanatismo.
Coletilla. Muy alentador el regreso de los últimos uniformados secuestrados. Tristemente, ellos salen de una pesadilla para entrar en otra, como en efecto será intentar asimilar sin sobresaltos tanto tiempo perdido lejos de los suyos.
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