César Montoya


El olfato es una brújula. Existe una intuitiva percepción sobre las hojas de ruta de las personas, cuando a éstas las cubre el sino de los dioses. ¿Cómo debió ser Gilberto Alzate Avendaño en su niñez? Seguramente un gordiflón, con explosiva sangre militar. En efecto, era camorrero, imperativo y mandón, y los conflictos con sus compañeros de colegio los dirimía en un faldón arenoso, a físicas trompadas. Siempre quiso ser el primero. Como universitario fue adalid, enfrentándose en su pubertad política al monstruo de Laureano Gómez. Jamás modificó su perfil. Quienes fuimos cercanos a sus heroicidades lo recordamos iluminado, impetuoso, veloz, altanero, tajante, hiperactivo, a quien el Espíritu Santo le entregó el itinerario de las estrellas. Fue cruel su muerte a los cincuenta años. Nadie irradió tanto en el siglo pasado, y solo El Altísimo puso punto final a su elipsis de gloria.
Mariano Ospina Pérez era la antítesis de Alzate. Nacido en cuna de oro, nunca fue el dinero su dinámica vital. Economista de estirpe, es posible que jamás soñara en ser el jefe del Partido Conservador y menos, Presidente de Colombia.
Alzate buscó con agallas el poder. Ospina lo rehuía. En el parlamento, el antioqueño era un consejero, un astro mayor, dejando en los capitanes el manejo de los estoques. Los honores le llegaban por herencia. Alzate tuvo que convertirse en un espadachín, siempre en los azufrados campos de guerra, para ascender por la escala del reconocimiento público. Un destino de hierro hizo de su existencia una forja de ambiciones.
Ospina era tranquilo. Mientras aquellos clamoreaban y hacían de sus vidas un Gólgota, él se replegaba, facilitándole a otros la codicia de ser líderes sin contraparte. El poder le llegó de sorpresa, en una estrategia genial, de última hora, con la cual Laureano Gómez sorprendió al país. Escaló el mando del Estado como una oportunidad excepcional que le daba la democracia. Se retiró de la primera magistratura como un héroe. Salvó a Colombia el 9 de abril.
Ya como expresidente, Laureano Gómez quiso acorralarlo. Los celos políticos los enfrentó, ambos defendiendo posiciones rígidas. Alzate jamás quiso al Monstruo y la contienda entre los dos históricos gladiadores determinó que el Mariscal se aliara con Ospina. El binomio ganó elecciones, y conquistó en las urnas la representación oficial del conservatismo.
Alzate y Ospina con sus personalidades disímiles, conformaban un acantilado inexpugnable. Agalludo y tropero el primero, diplomático y tranquilo el segundo. Alzate con sangre marcial y una trastienda emocional de clarines y tambores. Ospina pulido y buen componedor. Alzate medio bohemio, con pasiones que en ocasiones lo desnivelaban, actuando como un mosquetero peligroso. Era adicto a los asaltos inesperados.
Ospina impulsado por un acelerador intáctil, era flexible en el manejo de los seres humanos y su arma triunfante era una paternal sonrisa. Alzate tenía mirada de toro de lidia sangrado por los dardos. Ospina de cordero. Al final de sus años, Ospina lucía una hermosa cabellera de nieve y Alzate con su testa desértica era una fiel copia de Benito Mussolini.
Los discursos de Ospina eran didácticos, pronunciados con inconfundible dejo rezandero. Alzate en la tribuna era un raro animal, cascarrabias y alegórico, siendo en su estilo el mejor orador de Colombia. Ospina murió realizado, Alzate en agraz.
Cuántas cosas podrían escribirse sobre lo que era vaticinable en la impronta de tantos personajes nacionales.
¿Qué arúspice hubiera sido capaz de describir la elipsis de Marco Fidel Suárez, nacido en una covacha miserable? ¿Quién la terca audacia de un campesino de Amagá que ya reposa en los anales de Colombia con el nombre de Belisario Betancur?
Hados antojadizos marcan el destino de los hombres públicos. Esas divinidades juegan con sus elipsis, encaramándolos a veces en la cresta de los acontecimientos, aplanándolos a ratos en el anonimato, o catapultándolos hacia responsabilidades superiores. Surgen, entonces, los que tienen temperamento sanguíneo y cerebro con acumuladas sabidurías como Alzate, los vinagrosos y guerreros como Gaitán, los flemáticos calmosos como Alberto Lleras, los ambiciosos programados como Luis Carlos Galán.
Esa es la pedagogía de la historia.
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