Eduardo García A.


Bogotá y su región vivió el jueves una tarde violenta de carácter excepcional que no había ocurrido desde hacía tiempo en Colombia, lo que muestra cómo el orden público de un país puede deteriorarse en una espiral incontenible que se alimenta de las condiciones reales insostenibles de los marginados citadinos y los lejanos habitantes del campo devastado por la crisis. Siempre ha habido en Bogotá disturbios, refriegas, peleas, pedreas, manifestaciones estudiantiles, o grandes jornadas sindicales, pero esta vez lo ocurrido se daba en un delicado contexto nacional y el grito proveniente desde todas las regiones se concentraba en un cóctel explosivo de inconformidad por las mismas arterias donde ocurrió hace muchas décadas la tragedia del 9 de abril de 1948.
Por casualidad palpaba en carne propia la agitación reciente del país a causa de la crisis agraria que afecta no solo a los países del llamado Tercer Mundo sino a los europeos como Francia, Italia, España, entre otros, cuyos campesinos viven crisis similares. Allá también los productores de carne, leche, tomate, vid, cebolla, ensaladas, frutas, se quejan de los precios irrisorios que les imponen los gigantescos distribuidores y los supermercados, en una danza infernal de intermediarios. Allá también los productores quiebran y la vida de sus familias es desolada por la llegada de productos masivos de las grandes multinacionales alimentarias como Monsanto.
Con mucha mayor razón la crisis es dura en Colombia, donde los gobiernos de las últimas décadas han sido más papistas que los papas y prelados de la globalización a ultranza y el libre comercio que se implementan para beneficio único de enormes consorcios mundiales que patentan semillas y en perjuicio de los pequeños productores y comerciantes minoristas. Esos gobiernos han hecho todo para abrir las fronteras a esas fuerzas poderosas del libre comercio a cambio de nada, dejando inermes a los campesinos locales que poco a poco van extinguiéndose. Arroceros, paperos, maiceros, tomateros, cafeteros, cebolleros, bananeros, aguacateros, todos poco a poco son llevados a la ruina por los altos costos de los insumos y el transporte y la miseria que reciben por sus productos.
La tensión se sentía desde temprano en la Plaza de Bolívar, donde los policías con escudos estaban alertas al frente de las principales edificaciones del histórico marco. A lo largo de la Séptima y las principales arterias de la ciudad se sentía poco a poco que los presagios de desorden iban poco a poco concretándose.
La buseta hizo malabares por diferentes calles y avenidas evitando los bloqueos y al final recobró la Séptima y siguió rumbo a Chapinero y al Parque Nacional, donde tenía que ir a hacer una vuelta bancaria antes de que cerraran las cajas. En la buseta conversaba con la gente que se anticipaba a sus lejanos rumbos. La vida de los capitalinos es ardua, porque desde temprano, cuando todavía no ha salido la luz del alba, ya están luchando con el transporte para trasladarse a sus empleos y después de agotadoras jornadas vuelven de nuevo a la lucha que los llevará a esos suburbios lejanos que pronto estarán desolados.
Hice la gestión en el Banco y salí de ahí precisamente horas antes de que los vándalos se ensañaran contra los cajeros y las vitrinas de las instituciones bancarias en esa zona de la ciudad a donde huyeron los revoltosos después de ser desalojados del centro con gases lacrimógenos. Todos los transeúntes hablaban de lo que ocurría o se avecinaba y así paso a paso llegué a refugiarme en la Librería Luvina, frente a las Torres del Parque de Salmona. Y allí siguió la animada tertulia.
Durante la semana se habían acumulado los conflictos. Algunos de los actos programados en la Universidad Nacional a los que debía asistir tuvieron que trasladarse a la Biblioteca Nacional, luego de que los trabajadores de esa casa de estudios la bloquearan. El paro agrario seguía acumulando días y en la ciudad se habla de falta de abastecimiento y carencia de papa, cebolla y otros productos agrícolas. Las autoridades nacionales, tal vez por impericia en algunos casos y novatada en otros, dejaron crecer peligrosamente el problema sin dar soluciones rápidas y puntuales a los reclamos. Y las consecuencias no se dejaron esperar. ¿Arde Bogotá? se preguntaban algunos al caer la tarde y cuando comenzaban a llegar las primeras informaciones.
Y mientras tanto en Luvina pasaban las horas en espera de poder regresar a mi hotel a unos pasos de la Plaza de Bolívar. En las circunstancias todo mundo se expresa, habla, discute, especula sobre la situación. Y en pocas horas se arma un cuadro sociopolítico gracias a las diversas ideas y opiniones que se expresan, muchas de ellas de informados expertos, que se contrastan con las opiniones del pueblo.
Las noticias son más alarmantes en lo que respecta a localidades cercanas donde se ha aplicado el toque de queda. La situación es delicada en Colombia y más en un contexto preelectoral donde muchas fuerzas nefastas pueden sacar partido. Sería una lástima que el país entrara en una espiral de desestabilización y aún más violencia que puede salírsele de las manos al gobierno. Nadie se beneficiaría de eso y las fuerzas oscuras pueden salir triunfantes. Lo ocurrido es un aviso urgente, un síntoma que debe enfrentarse rápidamente. Bogotá y muchas carreteras están militarizadas. Sigue la caza de los vándalos. Pero el problema esta ahí latente. Ojalá que el país retome el rumbo y que logre la paz. Pero el gobierno y los tecnócratas deben ser menos papistas que el papa. Hay que proteger a los productores nacionales como los protegen con firmeza Estados Unidos y las grandes potencias.
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