César Montoya


Oswald Spengler escribió que “el hombre se ha hecho hombre por la mano”. Las manos son una herramienta hacedora, palpitantes y activas, que delatan quién y cómo es la persona que las usa. Son un componente esencial del mensaje que la voz transmite. Son adorno y estética. Es un paralítico el hombre tieso, de manos petrificadas, que no las utiliza porque lo domina la impotencia mental o porque no sabe qué hacer con ellas. Quien no las emplea más le valiera ser manco. No se conciben unas manos quietas, como un aditamento muerto del cuerpo humano. Son más que los ojos, la voz y el oído. Las manos se conjugan con la mirada, son movimiento veloz cuando el orador en éxtasis y con mirada centelleante dispara metáforas.
¡Ah los tanteos! Cuando Bernardo Arias Trujillo salmodiaba palabras ebrias para cantarle a la Canchelo, le decía que iba a recorrer su cuerpo poro a poro. En esa liturgia tenían que actuar las manos. Ya las imagino -trémulas- tanteando espaldas arriba, haciendo luego una ganosa circunferencia para llegar con resuellos al terraplén del ombligo, o ascendiendo con picardía a la cúspide de unos senos erectos. Cuando los labios modulan palabras de cariño, con tiernos dejos de amor, ellas tienen movimientos lentos y se resbalan despaciosas sobre la piel de la amada. La música las energiza en el crescendo o las aquieta cuando las tonadas disminuyen su énfasis.
Escribió el poeta Javier Arias Ramírez: “Sin mis manos mi cuerpo estaría ciego”. El mutilado, amputadas sus manos, ¿en dónde centrará el sentido del tacto? ¿En la lengua que tiene funciones múltiples? Nunca en las extremidades inferiores que se ocupan de rastreos pedestres. Sin ellas el oído y los ojos quedan viudos para dimensionar sus mensajes. ¿Apenas en el asta viril para folgar? El martirio de no tenerlas habrá de producir un insoportable dolor de ineptitud, la aterradora sensación de ser un hombre cercenado por la mala suerte. Nada puede reemplazarlas en el complejo universo de los oficios.
Las manos son dinámicas. Solo se las concibe en movimiento. Cuando un caudillo colérico las fulmina, estalla un corto ámbito de expectativas que deja al público en suspenso. El golpe de un gesto rotundo tiene el efecto de una sentencia condenatoria. Las manos dudan. Cuando no hay certeza y los hechos son ambivalentes, ellas vacilan, se ladean suavemente, sembrando una sensación de inseguridad. Las manos piensan. En las introversiones, se acurrucan debajo del mentón, o sostienen el edificio de la mente, apoyadas sobre el codo, la mirada extendida sobre un horizonte de brumas. El cerebro que busca afirmaciones, navega con ellas en armonía con los descubrimientos presentidos.
El orador es garganta, mirada firme, pero sobre todo aleteo de manos. La vida, el sentir, el afirmar, el concluir, se concentran en ellas. Dan comienzo a las peroratas y también les ponen fin. En la iniciación del discurso se mueven lentamente, casi con pereza. A medida que el tribuno sube el pentagrama de su voz, ellas se convierten en remos que reparten movimientos para complementar el efecto visual que impacta a las multitudes.
Es inolvidable Jorge Valdés, el profundo cantor de tangos. En noche bogotana que la memoria no olvida, en compañía de Juan Carlos Godoy, soltaron las notas líricas de sus gargantas, interpretando criollas canciones de arrabal. Valdés era un espectáculo desconcertante. Más que su voz, fue el banquete de sus manos. Era un mono agraciado, de ancho tórax y cuerpo simétrico. Hacía tonillos de azúcar con su voz que sabía alargarla como si fuera un elástico caucho musical. Sus manos hacían dibujos aéreos con el melódico embrujo de la música argentina. Parecían alas de ángel que perfeccionaban una partitura celeste.
Las manos también son vivo riachuelo de inspiración. Los poetas las transfiguran, hacen de ellas vasos sagrados para los brindes en las bohemias del corazón. Jotamario Arbeláez con capricho selectivo las discriminó. “La mano derecha de la amistad es fuerte como la trompa/ de un elefante/ y se usa para bendecir a las gentes que oran/ se usa para llevarse el pan a la boca/ se usa también a veces para quitarse el sombrero de la / vida con un arma de fuego./ La mano izquierda es una mano llena de pocos amigos./ La mano izquierda es una mano llena de ostentación”.
José Umaña Bernal encontró en la mano de la amada fluido manantial de belleza. “Oh! Tu mano enguantada, larga, fina y sedosa, /que girando en la sombra, con vuelo indolente, /acaricia los rizos que te velan la frente,/o desciñe el abrigo de la piel silenciosa”.
Los griegos, siempre tan sabios, dijeron: El que trabaja con las manos es un artesano; el que trabaja con las manos y el cerebro es un artífice; y el que trabaja con las manos, el cerebro y el corazón, es un artista.
El poeta Álvaro Marín le entrega a las manos una simbólica misión: abrir las puertas de la noche. Las mismas, hacen hurgamientos en los aposentos de las tinieblas y rescatan la luz en los maitines ante los apremios de un solo pujante. Las manos inmóviles son una notificación de muerte. Vibrantes e inquietas, son un mensaje de vida.
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