Álvaro Gartner


El domingo pasado finalizó en Aguadas el XXIV Festival del Pasillo. Es uno de los 35 o más certámenes de música ‘propia’ que se llevan a cabo en los trece departamentos del área andina.
Todos son hijos más o menos cercanos del ‘Mono Núñez’ y tienen -en teoría- el propósito de recuperar, conservar y difundir lo autóctono. Cuando en 1974 surgió en Ginebra, Valle, impulsado por la riosuceña Lilí Lahidalga, sor Virginia, entre otros pioneros, en Europa bajaba la fiebre de los festivales musicales. Solo San Remo en Italia y Eurovisión tenían importancia, aunque no resonancia mundial ya, mientras en Latinoamérica el de la OTI era más pasado que presente.
Por influencia de esos certámenes y la obsesión por lo moderno que caracterizó la Nueva Ola de los años 50 y 60, que acogió la radio nacional con entusiasmo, la música andina colombiana pareció desaparecer de la faz de la tierra. Solo unos pocos nostálgicos la escuchaban y unos cuantos músicos la cantaban en amanecidas bohemias.
En los años 70 tres generaciones de padres habían dejado de inculcar a sus hijos el gusto por lo propio, pues en su afán de ascender socialmente, pregonaban lo foráneo como signo de sofisticación. Los muchachos se criaron con músicas extrañas, avergonzados de lo autóctono por ser ‘pachuco’, ‘mañé’ y ‘montañero’. Tampoco hubieran tenido cómo escucharlo, pues la radio no transmitía esa música -aún no lo hace-, a pesar de la obligación legal de hacerlo.
En consecuencia, los compositores nacionales dejaron de componer en ritmos vernáculos, porque sus canciones no serían escuchadas. Los melómanos preferían las aprendidas de sus padres y abuelos. Una mezcla de indiferencia, vergüenza e ignorancia despersonalizó el país en su tránsito de lo rural a lo urbano.
Entonces los festivales surgieron con el propósito de reactivar una tradición que se extinguía. Lograron fue concentrarla en los escenarios, por cuanto la sociedad siguió menospreciándola.
Por eso, ganar en Aguadas, Ginebra, Ibagué o Ruitoque no equivale a triunfar. Eso lo saben numerosos artistas proclamados como los mejores, quienes no tuvieron carreras artísticas exitosas por falta de oportunidades. Ni las casas discográficas los aceptaron, ni fueron acogidos por el gran público.
Además, los concursos son enemigos de la cultura, pues en escena no compiten artistas sino manifestaciones culturales. Eso lo ignoran los organizadores que escogen como jurados a músicos académicos que desconocen, niegan o rechazan lo autóctono, y aprecian más lo técnico que lo espiritual.
Concursan músicos de conservatorio que buscan descrestar con arreglos ininteligibles para ganar, pero no divulgar la cultura. De ahí que buena parte de los grupos en competencia sean chisgas conformadas para la ocasión.
La mayor parte de concursantes son jóvenes citadinos que componen o interpretan con lenguajes contemporáneos. Conocieron primero el rock y la balada, y posan de cultos al interpretar jazz y bossa-nova. Cuando por fin descubren la música propia se fascinan con ella, pero en lugar de estudiarla, la aprovechan para ensayar fusiones que casi nunca transmiten algo, porque ellos mismos no tienen claridad y viven componiendo con-fusiones.
En cambio, se margina a campesinos y músicos empíricos, por más que representen mejor lo andino. Así, en Ginebra los aceptan en el Encuentro de Expresiones Autóctonas, entrañable aunque de existencia precaria, pero no los dejan entrar al coliseo ni como espectadores. Y vean si en Aguadas permiten que intérpretes de auténticos pasillos aguadeños de las veredas Santa Rita, El Edén y Culebral actúen en el escenario de Cambumbia. Primero lo hará Darío Gómez (no el esposo de la alcaldesa).
A ello súmense los premios a lo inédito, establecidos para ampliar repertorios. Hoy se compone por dinero, sin desdeñar el plagio (ejemplo, Ensamble Tríptico, Ginebra, 2007). Por tanto, la canción pierde vigencia apenas termina el certamen. Hay que preguntarse cuántos temas de los miles interpretados en los 35 concursos, a lo largo de 40 años, figuran en el repertorio popular. No pasan de veinte.
¿Para qué sirven, entonces, los concursos musicales? Para pasar bueno, sentirse auténticamente colombianos durante tres días y cultivar la nostalgia y la insatisfacción. A pesar de todo cuanto se disfruta, siempre queda un vacío espiritual que la llamada ‘nueva música colombiana’ no llena… por falta de identidad.
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