Álvaro Gartner


En años recientes el Alto Occidente de Caldas recuperó su vocación minera, luego de decenios de inactividad. Varias generaciones de caldenses se criaron creyendo que solo Marmato era minero, por pensar que las fabulosas riquezas de Supía y Quiebralomo eran mera leyenda.
La comunidad de esta fracción de Riosucio reactivó el laboreo de socavones que abrieron aborígenes prehispánicos; prosiguieron españoles con mano de obra indígena y africana; continuaron negros que compraron su libertad con el oro que sacaban; compraron ingleses y alemanes, y heredó la familia De la Roche hace un siglo. Idos estos, cerraron hasta su reciente reapertura.
Al mismo tiempo, campesinos a quienes la agricultura no ofrecía oportunidad, desempolvaron bateas y almocafres para irse a lavar de arenas en los riachuelos de la comarca y a orillas del revoltoso Cauca que recibe sus aguas.
Sin embargo, como la historia es de ciclos, hoy como ayer los procesos sociales que la minería desata en el Alto Occidente poco difieren de los que tuvieron lugar los siglos XVIII y XIX. La diferencia está en la escasa tecnología con que hoy se cuenta.
Así, en Marmato unos extranjeros conviven y se enfrentan a la población, a la vez, lo mismo que las compañías inglesas entre 1825 y 1930. En Quiebralomo los afortunados locales levantan palacetes a orillas de carretera y posan de nuevos ricos, como sus ancestros del 1700. Barequeros y mazamorreros lavan arenas con precariedad, esperando hallar las auríferas.
Por los lados del Estado, la actitud de los funcionarios no ha variado en 300 años: mientras en la Real Hacienda solo importaba que el rey recibiera sus quintos de oro, a los burócratas de hoy solo interesa que las explotaciones sean legales. Porque en sus ineptas y venales mentalidades, legalidad equivale a seguridad; es decir, si los papeles están en regla morirán menos mineros. (Ah, ésta es una diferencia con el pasado: antes no morían tantos como ahora).
Todo esto se pone de manifiesto cuando en Marmato se mata un minero cada quince días y en El Playón, a orillas del Cauca, se ahogaron quince más cuando apagaron las motobombas que succionaban el agua que anegó su socavón. Bueno fuera si las autoridades investigaran la real causa del apagón, pues da mucho qué pensar la velocidad con que la Chec se pronunció apenas se supo de la tragedia, suponiendo que fue "posiblemente ocasionada por demandas excesivas de energía o fallas debidas a la inundación".
Tal celeridad para autoexculparse, permite leer entre líneas en el comunicado, que como la energía era robada las muertes no revisten importancia. Entonces, como estamos en un estado de especulaciones, se puede suponer que la empresa cortó la corriente sin previo aviso, con la arrogancia propia del prestador de servicios públicos. Nada raro sería. El único sobreviviente ratifica el inesperado corte.
Sin rebajarle ni esto a la responsabilidad del Estado, la tradición oral da explicación mitológica a la tragedia de El Playón. En el libro ‘Creencias del Occidente Caldense’ del folclorólogo Julián Bueno, se lee que el mito de la Madrevieja habita ese sector custodiando el oro. Los vecinos la describen como "una mujer con traje de lama y ese tipo de musgo que la humedad forma sobre las piedras de la orilla del río. Aparece acurrucada sobre los más pródigos depósitos que las borrascas han formado, yío. "Aparece acurrucada sobre los más ricos depósitos, con su larga cabellera hacia abajo ocultándole el rostro. Su aparición es señal de que el corazón del minero debe albergar solo sentimientos desprevenidos. El sector de la tragedia es un extenso aluvión aurífero de gran peligrosidad, de ahí el nombre El Playón. Y me quedé con la boca abierta cuando se informó que el apellido de uno de los mineros es precisamente Jagua. su presencia es una advertencia para los buscadores de oro, de que su corazón debe estar limpio de toda envidia y codicia".
Más allá de la válida creencia popular, es hora de que el Estado reconozca su ignorancia y desinterés en la minería, así como la inocuidad de las leyes que la regulan. Y que congresistas caldenses, tan acuciosos para desaparecer en momentos difíciles, protejan a sus electores mineros haciendo que la Nación destine recursos para tecnificar la pequeña minería. Así deban negarlos a quienes siempre los conceden, sin necesitarlos.
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Coletilla: Otto Morales Benítez fue uno de los caldenses más importantes de la historia de nuestro departamento. Pocos lograrán reunir tantas cualidades, realizaciones y méritos como este riosuceño entrañable, que no tenía ínfulas, ni se pavoneaba, ni hacía alardes. Fue un sabio sencillo, un intelectual luminoso y un político inteligente, decente y honrado, lo cual no se puede decir del 99,5% de los que hoy padecemos en Caldas. Harán mucha falta las luces, las enseñanzas y la bonhomía de Otto.
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