Álvaro Gartner


Una sencilla inscripción que casi nadie lee, pegada al frontis de un bello caserón situado enseguida del templo de San Sebastián, en Riosucio, es el único testimonio de una pequeña y fascinante historia, casi desconocida: Carlos Gardel fue velado en esta población caldense.
Cierto, no se trata de uno de tantos relatos que a fuerza de repetidos se vuelven ciertos, como el de la tumba del Quijote en Popayán. Ni siquiera hace parte del mito en que se convirtió el cantante, cuyos dueños argentinos y antioqueños no lo tienen en cuenta, resueltos como están a que la verdad jamás brille, para medio aclarar la difusa vida real del gran tanguero.
El primero que lo contó fue el vallecaucano Fernando Cruz Kronfly en su novela ‘La caravana de Gardel’, de 1998. Al leerla, queda la sensación de que el peregrinaje con el cadáver fue solo pretexto para contar historias de amor y de tango de sujetos de avería en pueblos del Viejo Caldas. Sacrificó la realidad para exaltar la ficción.
Por fortuna, en Riosucio todavía recuerdan los hechos como fueron: fue en diciembre de 1935, a pocos días de cumplir seis meses la tragedia del avión ‘Manizales’ en el aeropuerto de Guayabal, hoy Olaya Herrera en Medellín. Hasta esa villa había llegado Armando Defino, albacea de Gardel, para reclamar sus restos y llevarlos a Buenos Aires.
Hizo guardar los despojos carbonizados en una caja metálica sellada y buscó los servicios de Expreso Ribón para su traslado. En el contrato de transporte incluyó una cláusula de confidencialidad, según la cual los transportadores no divulgarían el contenido del huacal a ellos encomendado.
El 17 salió la caravana de Gardel, como bien tituló Cruz Kronfly: de Medellín al municipio de Caldas fue llevado en tren. Al día siguiente el cadáver fue subido a una berlina que debía entregarlo en La Pintada. Allá lo esperaban dos arrieros que habían dispuesto una turega para coger trocha la siguiente etapa. Colgaron una guadua en cada costado de dos mulas, una de éstas adelante y la otra atrás, y sobre ellas depositaron la carga.
Así emprendieron el largo y fragoso camino que los llevaría por Támesis, Valparaíso, Caramanta y Supía hasta llegar a Riosucio, donde cumplirían con su parte los arrieros. A pesar de la estricta orden de no revelar el contenido de la encomienda, la noticia llegó primero a la población. (Aun hoy, ‘twitter’ y ‘whatsapp’ no tienen en estos pueblos la velocidad del correo de las brujas).
Cuando al atardecer del 20 de diciembre de 1935 la recua asomó las primeras orejas por la esquina nororiental de la plaza de San Sebastián, donde aún está la casa de don Teófilo Balán, unos cuantos iniciados sabían qué traía. Pero como había orden expresa de guardar silencio, todos hicieron de cuenta que era un envío más que llegaba. De modo que no hubo alborotos, ni chismorreos ni nada de lo que muchos años después periodistas sensacionalistas supusieron, hechos que ni siquiera imaginó el novelista.
El cajón metálico fue descargado frente a la oficina local de Expreso Ribón, situada en el larguísimo atrio del templo. Tampoco es cierto que alguien fuera a pedir permiso al cura para celebrar un servicio religioso. ¿Quién hace funerales a un huacal? Solo unos cuantos curiosos merodearon.
A poco rato del descargue cayó la noche y hasta los más noveleros fueron a buscar comida. Entonces, por la entrada suroccidental a la plaza, hoy esquina del Club Colombia, apareció una fila de mujeres envueltas en pañolones. A pesar de ser viernes de buen trabajo, las del barrio y las reservadas, colegas de aquellas, más exclusivas, se sentaron en silencio cerca del cajón, que rodearon de velas, y allí pasaron la noche tomando aguardiente. Carlos Gardel tuvo su velorio en Caldas.
Al día siguiente, la carga fue encaramada a un camión que lo llevó a Armenia. Desde allí sería transportado en tren a Buenaventura y embarcado luego hacia Nueva York y después llevado a Buenos Aires, donde fue recibido -allá sí- por una multitud doliente.
Así pues, el mito nació en Medellín y lo que queda de su envoltorio corporal está en el cementerio de La Chacarita. Pero un capítulo de su verdadera historia se conserva en Riosucio, sin que nadie lo valore. Con mucho menos, en Europa atraen a miles de turistas cada año.
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