Álvaro Gartner


La reciente separación del plantel profesional del Once Caldas, por indisciplina, de los futbolistas Gustavo Culma y Johan Arango, pone en relieve, por enésima vez, el tema de la responsabilidad social de los personajes públicos.
La irresponsabilidad de esos dos viene de perillas como ejemplo. Se trata de dos jugadores del montón, que cualquier día aparecieron como de la nada en Manizales; han tenido una que otra figuración en beneficio de su plantel, pero no han ganado nada ni convencido a nadie. A pesar de ello están (¿o estaban?) en vísperas de ser transferidos al fútbol europeo.
Ello les bastó para adquirir aires de divos y se llamaron a derecho de pasarse por la faja el reglamento de trabajo de su empresa. “Ya somos figuras”, pensarían, y se largaron a beber en horas prohibidas, para celebrar lo no alcanzado y enviar el mensaje de que el difícil momento futbolístico del Once les importa un sieso.
¿Lo poco o nada que Culma y Arango han hecho por el equipo les otorga el carácter de ídolos? Tal vez para las barras que podrán ver en ellos el triunfo del gueto o la aproximación de la orilla al centro. Nada más.
Para el resto, no se acercan siquiera a Dayro Moreno, ídolo de aficionados jóvenes que no conocen nada más. Éste es otro cuyos comportamientos personales ponen en entredicho el pedestal en que lo subieron. Mismo que no merece siquiera el desadaptado social de Diego Maradona.
“Los jugadores de fútbol deben reunir muchas otras cosas más de sus cualidades”, considera el arquero Sebastián Saja del Racing argentino. Alude a que no basta con tener mucho en los pies y nada en la cabeza, sino dar ejemplo.
Ahí están ídolos de todos los tiempos como Pelé y DiStéfano. Y ahora, Cristiano, Messi, James y centenares más que solo dan de qué hablar por sus gestas deportivas.
El mundo está plagado de seudodivinidades. En el canto figura Britney Spears, quien además de creerse reencarnación de Audrey Hepburn, se autoinstituyó símbolo de la moda. Y eso que en sus presentaciones no canta sino que hace mímica (‘playback’, diría una vecina de página).
O Miley Cyrus, cuyas poses de putita son nocivo mensaje para miles de adolescentes que la tienen como referencia. En Colombia, Diomedes Díaz y Jairo Varela representaron lo que no debe hacer un artista. Y entre los reguetoneros parece obligatorio comportarse como antisociales para ganar nombre.
En las pantallas basta con nombrar a Lindsay Lohan y Charlie Sheen. Son más conocidos por sus líos que por su talento.
¿Cuáles serán recordados dentro de 50 años? Posiblemente ninguno. O sea, no son famosos sino apenas notorios, y lo son no por ser buenos en sus oficios sino por ser malas personas. Hasta se ha llegado al extremo de ser famosos sin haber hecho nada, como las insufribles hermanas Kardasian y París Hilton.
Todos creen tener muchos derechos y ningún deber. Por eso dan de qué hablar, aunque sea mal. En el fondo, intuyen que como en los estadios, los estudios y los escenarios no llegarán a ser lo que se creen, entran a saco con los principios para llamar la atención.
No faltarán quienes salgan a decir que los pobrecitos son víctimas y se comportan mal porque los abruma su condición de figuras públicas. Pero obvian el hecho de que ganan en horas lo que la mayoría tarda años en alcanzar, obligados a demostrar excelentes condiciones humanas y sociales.
En torno de los ídolos; reales o falsos; permanentes o efímeros; reconocidos o abrogados, se desarrolló un sistema perverso: mientras la sociedad condena a los simples mortales por conductas desviadas, a los famosos les perdona todo… mientras estén arriba.
Hay obsesión por erigir ídolos para luego destruirlos sacando a la luz sus malas acciones o buscándoles sucesores cuando están vigentes. Los Culmas, Arangos, Sheen, Spears y demás congéneres se prestan a ello para compensar la carencia de talento y seguir figurando.
Los verdaderos talentosos se sitúan por encima de ese jueguito. Luego los primeros son víctimas, pero de sí mismos.
Falsos ídolos ha habido siempre, pero hoy son plaga. Tanto, que ya el buen ciudadano se está hartando y pide bajarlos del pedestal para ponerlos en su verdadero sitial: el anonimato.
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