Álvaro Gartner


Secuela de la Navidad que ya pasó y la feria que queda, es el abrumador y desesperante ruido que brota de todas partes, a toda hora. En cada café, bar, discoteca, fuente de soda, cantina, grill, bailadero y sinvergüenceadero que pululan en ciudades, municipios, corregimientos, veredas y caseríos, quieren demostrar que el encanto de esos antros está en el alcance de su amplificación.
En almacenes de ropa y zapatos de cargazón los administradores sacan a la calle poderosos bafles para atraer a potenciales compradores. En realidad, para espantar a los de la competencia.
Las concesionarias de automóviles buscan seducir a traquetos y lavaperros, su principal clientela decembrina. En las aceras, los ventorrillos que se levantan con auspicios de concejales que premian a sus electores pobres y les cobran comisión, no se quedan atrás, porque el de menos tiene grabadora alimentada con corriente eléctrica robada.
Como si no fuera suficiente, en una de cada tres casas –de todos los estratos- viven un desadaptado, un pelafustán o un hampón que so pretexto de festejar martiriza el vecindario cada noche de novena. Siguen el 25 porque es Navidad; el 26 y 27 para desenguayabar; el 28 para inocentar; el 29 y 30 porque es víspera de Añonuevo; el 31 porque lo es; el 1 de enero para saludar el año. Y los quince días siguientes porque es feria, si es Manizales, y porque es vacaciones en el resto de pueblos.
Sea que saquen el equipo a la calle, para que los vecinos se admiren, sea porque los decibeles levanten el techo, el resultado es el mismo: se acaba la paz en el barrio. Y en las zonas comerciales está peor.
Esta forma de violencia es una costumbre impuesta por la mafia, cuyos capos, así se disfracen de respetables empresarios, se desviven por ostentar y vanagloriarse de los envíos que ‘coronan’ en el exterior. Y como lo de los ricos, honrados o no, lo copian los pobres, por muy honrados que sean, todos en todas partes dan rienda suelta a la agresión sonora, importándoles un pepino si vuelven invisible la vida de los demás.
Propio de quienes así obran es su pésimo gusto, a la manera de la traquetocracia que pretenden imitar. Son cultores del reguetón, la salsa, la carrilera y cuanta basura botan al mercado. Como nadie parrandea con Mozart, ni con la buena música bailable, la ordinariez es proporcional al volumen.
Así me enteré de que en las infaltables guascas decembrinas antioqueñas, que jamás han destacado por exquisitas, delicadas ni elegantes (la música es un reflejo de la sociedad), la vulgaridad de las más recientes rebasó cualquier límite. Cómo se añoran los tiempos de los Bedoyas y de Gildardo Montoya, quienes además de buenos músicos eran maestros de la insinuación maliciosa. Sus sucesores no son lo uno ni lo otro.
Los de este final de año son maestros del reencauche. Por lo menos a cuatro melodías parranderas clásicas les adaptaron letras francamente vergonzosas. Podría apostar que se adjudicaron las músicas. Entre ellas, el paseo ‘Los gotereros’ y el muy caldense ‘El grillo’, que de contar la historia de un hombre que creyó morir picado por un ortóptero enredado en su cobija, pasó a ser el vulgar relato de un taxista que desea violar a su pasajera.
¿Puede uno quejarse? Si se pide amablemente al agresor que baje el volumen, el más decente contesta que tiene derecho, cuando no insulta o esgrime un arma.
Si se es iluso yendo a la autoridad, comprueba que la única noción que tienen funcionarios y policías es que pueden abusar de ella, no ejercerla. De los alcaldes, el 99% ignora o hace caso omiso de los estatutos antirruido, porque están comprometidos desde la campaña con los dueños de los locales, cuando no es que tienen uno; o reciben gabelas para proteger los negocios, sin importarles si la población entera queda desprotegida. Además, una vez posesionados se vuelven sordos negándose a escuchar cualquier petición que redunde en el bien común.
El excesivo ruido no solo es una violencia brutal, sino un asunto de salud pública. Es hora de que los ciudadanos de bien, que son mayoría, inauguren a los nuevos alcaldes con acciones populares para que hagan lo que debían hacer por obligación: garantizar la armonía ciudadana.
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