El final del año y el comienzo del siguiente es una medianoche. No es en vano. Es el punto exacto que parte el tiempo en dos, un momento que se hace la mitad de las cosas. En un instante faltan cinco para las doce y en el siguiente ya todo es pasado.
Esa medianoche nos ubica en el pasado y en el futuro al tiempo, como si comprobáramos -como lo anunciaba Eric Hobsbawm- que el presente es solo una convención, un acuerdo: una especie de tierra firme que nos inventamos en medio de la marea de lo que se fue y lo que viene.
Entonces en la medianoche aparece el perdón, la nostalgia, la esperanza y los sueños. Todos al tiempo, en revoltijos.
El perdón que pedimos por el pasado, por lo que no hicimos, por lo que no fuimos. Perdón porque fallamos al faltarnos la disciplina, el compromiso, la entrega, el amor propio. Perdón por no alcanzar un poco de razón, por no aprovechar un poco de locura. Perdón porque abusamos de los demás, porque les sacamos ventaja, porque nos hicimos los “vivos”, porque asumimos que se podían quitar y poner para reparar con ellos nuestras inseguridades, nuestras pérdidas, nuestras soledades; perdón por olvidar que ellos tenían tanta fuerza para amar como nosotros mismos.
La nostalgia es por lo que se fue y no soltamos. La negación de que lo más hermoso también se acaba y el miedo por creer que no vendrá nada mejor. La negación de que ya no nos ama el que nos amó y el miedo a que nadie nos ame igual o mejor. La negación de que algo y alguien se quieren ir y el miedo a soltarles las manos. Negación y miedo nos ponen a revivir una y otra vez el mismo momento, hasta que duele de tanto recordarlo sin vivirlo.
Pero entonces en la medianoche de fin del año, del comienzo del año, abrazamos la familia y los amigos. Es el punto cero de la cuenta regresiva y de la cuenta que comienza, entonces todo es futuro también, todo puede volverse hacia delante.
Aparece la esperanza. Saber que el tiempo se mueve y que su solo paso tiene un poder curativo que desestimamos entre tanto afán. Saber que las cosas se transforman, cambian de lugar y entre ellas podemos volvernos a mover. Saber que cada día nos volverá más fuerza para dejar de estar paralizados. Saber que iremos cambiando, como las cosas, que nos iremos moviendo, como el tiempo. Saber que al final no seremos los mismos, que superaremos lo que creíamos de nosotros mismos, que seremos capaces de entregar más a los otros, de construir más con los otros, y que cada vez entenderemos mejor que esos otros hablan y piensan un mundo distinto. “One day I hope to make your smile again”, canta Michael Kiwanuka.
Reviven los sueños. Palabras que de tanto decirlas tienen posibilidad de realidad. Lugares y personas que de tanto añorarlos tienen posibilidad de realidad. Así como la humanidad fue cumpliendo las palabras y los lugares soñados por Julio Verne, así mismo decimos nuevamente nuestros sueños a la medianoche, para que se cumplan. Los decimos para que empujen la realidad y la lleven a donde queremos. Los decimos para que nos empujen, para que nos deshagamos del miedo, para que apostemos, para que reconozcamos que podemos perder en el intento, pero que qué importa, al final si no son realidad no fueron más que palabras. A veces el valor de soñar está en la tenacidad de sus relatos inventados y, sobre todo, en todo aquello que nos encontramos y nos maravilla a mitad del camino.
A las doce de la noche todo es revoltijo. El pasado y el futuro se estrellan y ya no sabemos si estamos agradeciendo o pidiendo, si estamos recordando o soñando. De un lado, el perdón y la nostalgia recuerdan, con algo de dolor, de pérdida; del otro, la esperanza y los sueños nos ponen a mirar hacia adelante, con una fortaleza nueva. A la medianoche estamos partidos en dos, como el tiempo, pasado y futuro, desamor y amor. Celebramos que somos humanos, como el tiempo.
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