Camilo Vallejo


En Manizales los hombres han dejado de darse besos en los rincones. Cada día se atreven más a besarse en los lugares públicos y abiertos, en la mitad de las plazas y de la Avenida. Entonces la ciudad se obligó a no ser la misma, le tocó crecer, transformarse. Finalmente tuvo que sacudirse algo de su pacatería para recordarse que sus calles y sus esquinas son para que todos, sin importar a quién besemos, vivamos con dignidad.
Hombres como mi padre han podido ver que las parejas de hombres o de mujeres no se toman de la mano para entrometerse en su vida. En una generación abajo, hombres como yo hemos encontrado que una ciudad diversa tiene más colores, es decir más perspectivas y más respuestas. Hombres que vendrán detrás de mí podrán saber desde niños que el mundo va más allá de sus hogares y tendrán la información suficiente para decidir cómo vivir.
Pero falta. Los hombres y las mujeres homosexuales, así como los trans, todavía son agredidos y sus derechos son desconocidos. Aún no pueden pasar por todos los lugares, les niegan la entrada, los echan.
La semana pasada, cerca de 1.500 personas marcharon en Manizales contra la cartilla del Ministerio de Educación pensaba proponer una estrategia de no discriminación de género en los colegios. Así que todavía impera un miedo que hemos escogido: el miedo a eso que desconocemos porque hemos decidido desconocerlo. Todavía nos gobierna el impulso detestable de querer que el resto viva como uno vive. Como si la vida heterosexual ya nos hubiera garantizado la dignidad, la felicidad, la plena sabiduría o la santidad, y no.
Los homosexuales y los trans pueden estar tan alejados de Dios y de los valores como lo estamos los heterosexuales. Porque ni la preferencia sexual ni el género son certezas de bondad o de superación, apenas los hemos convertido en justificaciones de desigualdad. Para cualquier humano, la preferencia sexual y el género deberían ser solo puntos de partida para empezar otras búsquedas. Y se trata de aceptar que cada uno tiene el derecho de buscar desde donde quiera empezar a buscar.
Pero protestan, pero marchan. Lanzan el evangelio al aire, no para compartirlo con otros sino para salvarlos. Como si ellos ya se hubieran salvado y hubieran encontrado las respuestas, como si olvidaran que el único que se las sabe todas es su Dios, y que hombres y mujeres estamos es para buscarlas, no para adiestrar, no para mandar, no para estar por encima de otros.
Al fin y al cabo, la ciudad ya no es la de antes. La semana pasada, mientras otros marchaban, el Gimnasio La Consolata dio a conocer una circular en la que advertía que erradica del colegio todo lenguaje o actitud excluyente contra estudiantes que profesen un credo, o que pertenezcan a una raza o, mejor, a una identidad de género. “Nuestro proyecto será amorosamente tolerante y formativo con cualquier ser humano indistintamente de sus orientaciones psicológicas, filosóficas, teológicas, antropológicas y sexuales. Pero en ese marco de tolerancia y de diversidad, siempre defenderemos los valores universales y cristianos que nos hagan vivir justa, pacífica y felizmente en un mundo que Dios nos ha dado para todos”, termina. Frases que reconocen que hasta en el cristianismo de esta nueva ciudad ya cabemos más de los que somos.
Ya no es la ciudad donde los hombres tenían que encerrarse en apartamentos para vestirse de mujeres o bailar entre ellos. Ya no es la ciudad donde las mujeres se hacían pasar por solteronas porque era menos grave vestir santos que tener novia. Ya no es la ciudad en la que las familias escondían o exiliaban al hijo “diferente”, “amanerado”, “soltero”.
Manizales es ahora una ciudad en la que muchos hombres y mujeres heterosexuales reconocemos, en público, que también hay felicidad y dignidad en las vidas que otros se construyen. Que podemos hablar y conocer sin viejos tabúes. Que puedo dejar estas palabras como si fueran besos para otros hombres, sin escándalo, sin alharaca. Que tal y como nos recordó hace un tiempo la manizaleña Matilda González, los trans no nacieron en el cuerpo equivocado sino en la sociedad equivocada. Quisiera creer que esa Manizales equivocada va quedando atrás. Puede que sea optimista al imaginar que, de a poco, vamos saliendo juntos del clóset.
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