Eduardo García A.


Los amigos de periodizaciones históricas encontrarán mucha dificultad para situar a Eduardo Carranza (1913-1985) en el panorama de las letras colombianas y latinoamericanas, ya que su poesía se sitúa en un limbo intemporal a contracorriente de las vanguardias de su tiempo.
Carranza publicó en 1936 “Canciones para iniciar una fiesta”, convirtiéndose en el portaestandarte del “piedracielismo”, movimiento poético que se reclamaba del mundo de Juan Ramón Jiménez. Era entonces un muchacho de 23 o 24 años.
En ediciones delgadas, fakirescas, los piedracielistas Carlos Martín, Arturo Camacho Ramírez, Tomás Vargas, Gerardo Valencia y Darío Samper provocaron un escándalo en Colombia, no porque se dedicaran a asustar señoras y monjas sino porque retornaron a la voz de Garcilaso y buscaron en un mundo ideal los ritmos de su poesía.
Carranza y los piedracielistas hicieron una pequeña revolución en Bogotá al desnudarse lentamente y caminar flotando por la altiva floresta de nísperos y guamos. Juan Lozano y Lozano, llegó a decir de ese movimiento que “en todo aquel galimatías de confusión palabrera no hay nada de original, nada de estable, nada de duradero. Para quienes tenemos una visión fuerte y grande de esa patria, constituye deber ineludible salir al encuentro de todo síntoma débil, morboso, extraviado, disociador, decadente, erostrático, que aparezca en el horizonte de la nacionalidad”.
Esa patria, esa nacionalidad, es para Carranza a veces “un deseo de llorar y a veces un deseo de cantar”. En las primeras obras del poeta los poemas no pesan y pareciera que se vuelan de la página para dejarla en blanco. Su mundo son olores, perfumes, aromas, sueños, jardines. Por lo que espíritus pesados que llevan siempre un ancla herrumbrosa como corazón, no podían ni podrán comprender esta poesía hedonista.
Los versos de Carranza y los piedracielistas sacudieron la poesía colombiana.
Hasta ellos y poco antes de aparecer el recatado y maravilloso Aurelio Arturo, autor de Morada al sur, la poesía era una inmensa réplica de basílicas de cartón sobre las que cada día los cultores seudo-grecolatinos del país, como Guillermo Valencia y otros menores discípulos suyos, colocaban con énfasis cada vez más asfixiante estatuas de mármol y cemento, cruces de acero, madonas de plástico, camellos de elásticas cervices, hermafroditas dormidos.
Los de la Gruta Simbólica, todos ellos malditos, surgieron a finales del siglo XIX para convertirse en la otra cara, mucho más lúgubre aún, de ese ejercicio que los piedracielistas vinieron a airear. En el desván de la poesía colombiana encontraron los fémures tallados y las pelvis con telarañas de Julio Flórez. Después de limpiar, quedaron flores, jardines, muchachas, cabelleras al aire, jugadoras semidesnudas de tenis, observadas con deseo, y eso era, de verdad, un peligro mortal para la patria, según don Juan Lozano y Lozano.
Antes de que las sombras del fin vinieran a perturbarlo para producir la excelente y lúcida Epístola mortal, Carranza siguió cultivando con rebeldía una llama de alegría y de conciliación con la naturaleza como en “Se Canta a los llanos de la patria en metáfora de muchacha” o los sonetos de “Azul de ti”.
Este conjunto de textos gratos, que parecieron contradecir el sino trágico del desdichado, están, sin embargo, cruzados por un río siniestro. Detrás de lo más bello y puro, junto a las azules ventanas de un mundo imaginario, los demonios acechan y se ríen.
En la blancura angelical de los sonetos, ciertas caries fatídicas son apenas cubiertas por el marfil de una felicidad que siempre trae su carga de desgracia. En estos versos de Carranza, el lúcido lector descubre tras el paraíso, los túneles, las cavernas, el ruido incontenible del detritus, el galope súbito de ciertos alazanes funerarios. Tanta belleza semeja el rostro florecido de una doncella muerta.
De ahí para adelante Carranza tratará de rescatar al niño; y toda su poesía, que se carga de soledades, extranjeros y violetas, cantará la nostalgia de su mundo. La gran tragedia de Carranza y de todos los seres humanos, es tener conciencia de haber sido infantes.
La nostalgia de su voz, el recuerdo punzante de su contacto con la tierra y con el bosque, la memoria de un nido de pájaros destruido al azar, el sueño de una carretera polvorienta, son solo algunas de las punzadas que nos hieren día a día. La juventud, que debería ser dicha, carga la sombra inatajable de su fin y una lágrima del tamaño del mundo nos inunda y ahoga.
Después, en Epístola mortal, que es uno de los poemas más logrados de su obra, Carranza se rebela contra la muerte. Usando el poder que le confiere este arte maravilloso, la hace prisionera suya para siempre. Pasa revista a su vida e invoca a los amigos, a las novias, a los paisajes, para decirnos que “somos antepasados de otros muertos” y que solo esperamos “el tiro de gracia”. Por eso Eduardo Carranza sigue vivo entre nosotros en este siglo XXI, sorprendiéndonos con su voz profunda y rebelde.
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