Eduardo García A.


Estrasburgo, donde se encuentran las sedes del Parlamento y el Consejo europeos, es una ciudad ecológica y la calidad de vida que reina en sus calles, calmadas avenidas cruzadas por silenciosos tranvías, o en las riberas del río pobladas de vegetación y diversas especies de animales libres y protegidos, es un ejemplo para todas las ciudades que en el mundo creen que el progreso consiste en destruir el pasado, cubrir todo de cemento e inundar las vías de automóviles contaminantes y reducir los espacios verdes.
Cada vez que la visito y siento la abundancia del oxígeno y percibo el ritmo humano de sus habitantes, pienso que no todo está perdido en el mundo. Claro, esto ocurre en el siglo XXI, y sabemos por lo antigua que es esta ciudad, que en su historia hay cicatrices imborrables de guerras, pues la región ha estado desde hace siglos en disputa entre franceses y alemanes y fue escenario de conflictos sin fin desde antes de la llegada de los romanos hace dos milenios.
Como ha estado en tan diversas manos a lo largo del tiempo, se registra en ella un extraño mestizaje enriquecedor. Se diría que uno está en una ciudad alemana por su arquitectura, el estilo de sus viviendas centenarias e incluso medievales, pero se habla francés y todo indica que nos hallamos en Francia, al otro lado del Rhin, pero no lejos del Bosque negro y las zonas del oeste alemán donde se forjaron antiguos mitos germánicos, como el de Los Nibelungos y la historia de Lorelei. Por eso es el símbolo de la renovada amistad franco-alemana, vital para la supervivencia de Europa.
Durante siglos fue un próspero lugar de encrucijadas, una pequeña Venecia fluvial por donde transitaban mercancías en todos los sentidos y que siempre fue un centro de encuentros culturales y lugar libre de refugio para librepensadores como el impresor Gutenberg, que tiene una plaza a su nombre no lejos de la bella catedral local, que es una gigantesca joya construida en asombrosas filigranas. También aquí estudió derecho nada menos que el gran autor alemán Goethe, el inventor de Fausto y Mefistófeles. En ese cruce de caminos la catedral ha sido centro de guerras religiosas entre católicos y protestantes que se disputaron su dominio. Antes de la toma por Luis XIV, la ciudad albergó a protestantes que huían desde otros lugares de Europa, pero después conservó algunos privilegios y autonomía bajo el mando de la poderosa familia Rohan.
De ese antiguo mundo pervive la ciudad antigua, llena de hermosas casas de cuento de hadas construidas con vigas aparentes y que parecen salidas de un relato infantil de los hermanos Grimm, viviendas todas ellas humanas que son irrigadas por los diversos brazos de un río protegido y limpio que desemboca en el Rhin. Caminar por esas callejuelas es como hacerlo dentro de una antigua tarjeta postal y no es ficticio a cualquier hora, incluso en las madrugadas, cruzarse en el río con cisnes de película, o diversas especies que viven en esas aguas fluviales que son arterias de vida permanente, como el castor proveniente de América del Sur.
Cerca ya del Rhin se ve el antiquísimo puente cubierto y las arcadas iluminadas de esa edificación sorprende ahora, no lejos de las cuatro viejas y altas torres medievales de piedra que a su vez protegían a la ciudad de las amenazas permanentes y junto a las cuales los jóvenes hacen la fiesta y conversan en la concurrida Academia de la Cerveza u otros bares irreverentes y excéntricos que abren hasta la madrugada.
A lo largo del río llamado Ill se sube hacia la parte norte de la ciudad, en cuyo centro se sitúa esa catedral magnífica que es el atractivo central de la metrópoli y alrededor de ella diversas edificaciones de distintas épocas donde se concentraron los centros de poder de los antiguos regímenes, unas veces bajo dominio germano y otras francés. Aquí se cantó por primera vez la Marsellesa, que es el himno nacional francés y durante los gobiernos posteriores a la Revolución, en especial bajo el imperio napoleónico, se construyeron amplias avenidas y edificios emblemáticos.
Más adelante, siempre entre meandros de agua, se observan otros estilos como la impronta de la arquitectura germana moderna en el barrio Alemán, que emergió durante el dominio de ese país desde 1870 hasta 1914, más allá de los cuales, en la periferia, se sitúa el Parlamento europeo y toda la ciudad nueva que ha emergido del avance de la Unión Europea, hoy comprometido por la crisis y otros graves conflictos contemporáneos.
Centro de pensamiento, sede del Consejo europeo, de importantes universidades, torre de babel de los representantes legislativos de todos los países europeos, la ciudad tiene una rica vida intelectual y cultural y por ende nocturna. Y en especial es un lugar donde las nuevas generaciones nacidas a fines del siglo XX y a comienzos del XXI se forman para crear ciencia, cultura y política en las décadas por venir. Todo eso se siente y se vibra en estas calles y en estos ambientes tan originales, multirraciales y cosmopolitas de una ciudad universitaria donde hay antenas de la Escuela de Ciencias políticas y la Escuela Nacional de Administración, entre otras muchas.
El más grande rascacielos sigue siendo la Catedral gótica, que fue el edificio más alto de toda Europa durante siglos, y por fortuna la ciudad no ha cedido a la tentación de construir edificios enormes y absurdos y dar la espalda a la naturaleza. Aquí la gente anda en bicicleta o en tranvía, o camina respirando.
Estrasburgo es hoy un ejemplo de calidad de vida para todas las ciudades. Esperemos que las crisis y las tormentas extremistas de todo tipo que sacuden al continente no la amenacen de nuevo. Pero mientras tanto vale la pena escrutar y respirar en sus calles la mixtura cultural que la puebla, aunque no se debe olvidar que la guerra siempre estuvo presente aquí a lo largo de los siglos y que los espíritus de las víctimas de tanta persecución sucesiva deambulan tal vez entre los cisnes y castores del río o entre el follaje de los árboles que siempre han sido testigos mudos del horror o de la paz cíclicos.
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