Una sola vez vi a José Saramago. Corría octubre de 1998 y cuando obtenía el Nobel en el contexto de un juego geopolítico, después de un año de intensas gestiones diplomáticas del gobierno lusitano, Lisboa acababa de terminar la Exposición Universal y se llevaba a cabo en Oporto una de las primeras cumbres iberoamericanas con la presencia de Fidel Castro, aun enérgico y rodeado de un séquito imperial, el Rey de España Juan Carlos y muchos otros mandatarios, entre ellos el hoy presidiario Alberto Fujimori.
En la calle Garret, frente al espectro del monumento en bronce del poeta nacional Fernando Pessoa, donde se le ve sentado en su café habitual A Brasileira, Saramago acudía por primera vez tras su consagración a firmar libros en esa calle que se inicia con la tétrica estatua del poeta, sentado en la mesa del café con bigote, sombrero y corbatín, flaco, frágil y ausente como siempre.
El anuncio del premio Nobel lo había atrapado en la Feria del libro de Fránkfurt y esta era su primera aparición entre los suyos, en su patria, el antiguo gran imperio y actual reino de la saudade y la desesperanza financiera. La cita era en la viejísima librería Bertrand, fundada en 1732 y mientras pasaban los chirriantes tranvías decimonónicos por la Plaza Luis de Camoens, el alto, ágil y elegante Nobel de 75 años recibió una ovación convertido en el verdadero patriarca nacional.
En la tradición de la gran mayoría de las estrellas literarias iberoamericanas como Rómulo Gallegos, Arturo Uslar Pietri, Asturias, Neruda, Carpentier, Cela, Carlos Fuentes, Paz o Vargas Llosa, entre otros, Saramago camina, viste y saluda como político, y fiel a su vieja y peligrosa militancia en el Partido Comunista portugués bajo la dictadura de Salazar, siempre hace discursos y arengas por la salvación de la humanidad, algo así como un pontífice que aconseja a su grey. Hubiera podido ser presidente de la República.
Publicadas por la editorial Caminho, sus obras ocupaban nueve de los diez primeros puestos entre los libros más vendidos de la semana, frente a uno solo de otro autor: "Aparición" de Virgilio Ferreira. Lo mismo ocurría en Oporto en la magnífica librería Lello e Irmao, una de las más bellas del mundo.
El gerente de Bertrand le da al nuevo Nobel el palmarés de ventas enmarcado y de inmediato la encorvada anciana Rita Camarada cae sobre él con una veintena de libros que hace firmar a un Saramago impaciente y desarmado y algo molesto. Ella dice que lo lee desde los cinco años de edad y siempre le ha seguido sus pasos. Saramago cumple la tarea de firmar con su ternura de político profesional.
Con Saramago, cereza en la punta del pastel, Portugal llegaba a la cúspide cuando ya se disponía a ingresar de lleno al euro en el marco de una Unión Europea que entonces fascinaba y albergaba todas las expectativas de prosperidad y España y Portugal derrochaban y tiraban la casa por la ventana a la primera ocasión gracias a los subsidios otorgados desde Bruselas. Lejos de los derrumbes financieros y la quiebra que ocurrirían tres lustros después.
Pese a que en todas las ciudades del país se exponían anuncios con la inscripción "Parabens José Saramago", la vida literaria lisboeta y portuguesa iba y va mucho más allá de esa sola figura consensual.
La calle Garret, que lleva el nombre de un poeta, es una de esas maravillosas e inclinadas callejuelas o plazas literarias del Baixo Lisboa, llenas de historia, ruinas y salitre, que en otros tiempos vieron caminar a Eça de Queiroz, Pessoa y Sa Carneiro, y hasta hace algunos años apenas a Miguel Torga. Los viejos tranvías de madera y latón bajan y suben como fantasmas traqueteantes por las calles inclinadas de la capital.
En las librerías las prolíficas Agustina Bessa Luis y Lidia Jorge, el ultraleído Antonio Lobo Antunes con su "Conocimiento del infierno" y el famoso José Cardoso Pires, todos ellos merecedores del Nobel de literatura, figuran en las vitrinas y son leídos por las muchachas que toman café en A Brasileira, al lado de la estatua de Pessoa y debajo del viejo Hotel Borges.
A su vez, Jorge de Sena recibía el homenaje a 20 años de su muerte y el todo Lisboa literario hablaba del malogrado poeta Al Berto, quien antes de los 50 años murió en 1997 de cáncer tras ser el motor de la vida cultural en los 90 en medio de aires de rock. Su libro "Horto de Incendio", donde anuncia su muerte, es exigido al igual que las ediciones diversas y sin fin de Pessoa, la antología de poesía amorosa de Eugenio de Andrade, o las traducciones de Federico Gracia Lorca, Pablo Neruda o Jorge Luis Borges.
País literario como pocos, Portugal es también de excelentes editores: Guimaraes, Campo de Letras, Dom Quixote, Quetzal, Perghaminho, Bizancio, Teorema, Antigone, Presença, Assirio y Alvim, Asa, Relogio de agua, Estampa, Difel, Cotovia, son algunos de los nombres.
A eso se agregaba en ese momento efusivo para la literatura portuguesa, la calidad de revistas que, como Camoens, crea puentes con el otro lado del mar en los trópicos brasileños o la impecable y nutrida revista Ler (Libros y lectores), amplia ventana a las letras portuguesas. Y para acabar, hasta se veía un periódico tabloide dedicado por entero a los libros, el Jornal de Letras, artes e ideas, semanario cuyo último número en ese 1998 estaba dedicado a Saramago y a la literatura alemana.
Lisboa antigua y renovada capital de un imperio extinguido, nerviosa y preocupada por su integración a Europa, celebraba ese año no solo la Expo 98 sino el primer Nobel y por eso fortalecía su vida cultural, lejos de los tiempos de Magallanes, Vasco da Gama y el Marqués de Pombal y de las futuras tormentas financieras que la sumirían en la austeridad.
Saramago era la figura perfecta: magnífico escritor que después de muchos años de actividad política y empresarial en el periodismo regresó tardíamente a las letras y en un sprint de fuego escribió libros inolvidables y arrebató el galardón que muchos esperaban para otros grandes escritores contemporáneos de su lengua, como Guimaraes o Amado en Brasil o Lobo Antunes o Bessa Luis en Portugal.
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