Eduardo García A.


León Bloy, cual perro callejero, hundía su cáustico hocico en la inmundicia y a medida que su husmeante e inquieto apéndice mandibular hurgaba hasta el fondo, más comprendía al mundo, más lo odiaba y, sobre todo, más lo amaba. Se requiere pasar por el odio y la soledad más profundas para llegar al estadio glorioso de perro canequero coloso, es decir, para saber decir siempre la verdad aun en contra de los propios intereses o de la decencia. León fue uno de ellos: puyó, zahirió, golpeó una humanidad corrompida por los lugares comunes y la complacencia. En la más absoluta miseria, mendigando aquí o allá un mendrugo de pan para su esposa e hijos, Bloy no ahorró palabra alguna. Jamás debió nada a las pestilentes canecas babeantes que ofrecían su mosquiento recipiente al hambre insatisfecha del coloso: fue libre, fue auténtico.
El 8 de mayo de 1892, estando Bloy en la más espantosa desesperanza, escribe en su diario publicado bajo el título de El mendigo ingrato: “Granujada maravillosa de un colombiano millonario, o pretendido tal, que vino a París para deshacerse de algunos millones. Este rastacuero debía llevarme entre sus maletas a Bogotá. Mis libros sobre Cristóbal Colón y la cercanía del centenario del descubrimiento me designaban para conferencias en las principales ciudades de América del Sur. Ocasión maravillosa. Me informo hoy que mi rastacuero se fue súbitamente, sin decir nada. Vivía yo desde hacía quince días bajo la esperanza que me había dado ese hombre”.
El 24 de marzo anota que “he privilegiado al Monte de piedad con toda mi platería”, y agrega que llega a la noche en una especie de agonía. El 15 anota que no puede pagar el alquiler y que su propietaria tiene “el aspecto de un queso grande movilizado por la gusanera”. Al 25 de mayo lo denomina “un día negro. No tengo más fuerza. Me hundo física e intelectualmente. Si hay que continuar esta existencia de condenado, yo muero”. El 20 de julio del mismo año, escribe: “¡Busco dinero sin cesar! Cada mañana retorna la congoja de la muerte. Creo que se es más feliz en las mazmorras”.
La lectura de El mendigo ingrato, diario suyo de 1892 a 1895, publicado separado de Mi Diario, la parte restante que va hasta días antes de su muerte en 1917, es una experiencia arrolladora, pues a pesar de todas las referencias a la lucha cotidiana por el dinero, se trasluce una fuerza que sobrepasa las ratoneras en donde moraba, la empolillada y puntual miserabilización de sus ropas, la alacena vacía y, por el contrario, en el oficio de la autenticidad, convierte a Bloy en el ser más generoso y santo de su época. Por eso decía que solo “nos quedan veinte francos para esperar el juicio final”.
Bloy se sintió siempre un mendigo y a la mendicidad quiso revestirla de grandeza: “Desgracia a quien no ha mendigado. No hay nada más grande que mendigar. Dios mendiga. Los Ángeles mendigan. Los reyes, los profetas y los santos mendigan. Todo lo que está en la gloria y en la luz mendiga. ¿Por qué se quiere que yo no me honre de ser un mendigo. Y sobre todo un mendigo ingrato?”.
De Charcot dijo que era un budista; de Emile Zola, a quien despreciaba, opinó que “era un bruto que se cree león”. El carnicero, la propietaria, el ministro, el sacerdote, la prostituta o el soldado son destrozados por su pluma rebelde. En su trono de sombras y de hambre, observando el fin de sus suelas y camisas, emprendió la demolición de lo establecido. Otro de sus libros célebres, Exégesis de los lugares comunes (Carlos Lohlé editores, Buenos Aires, 1977) es la andanada más divertida contra la imbecilidad humana, expresada en las frases y actitudes que todos repiten sin detenerse un instante en su significado. En esa colección pasa revista a todas las estulteces del tendero y su “espíritu”, que domina el mundo.
El mendigo ingrato, el perro canequero, sarnoso o lánguidamente romántico, son seres de una gran generosidad. En su desesperada búsqueda de desperdicios o mendrugos se expresa una entrega a la vida. Su hocico, cual vara mágica, hace relucir lo que toca; la mano ahuecada, extendida al dador, a veces pálida, seduce; su lengua excitada de deseo y sus ojos de un orgullo tímido; sus movimientos esquivos, a veces agresivos, según la caneca llena de desperdicios, inmundicias, verdosa de inhumanidad, tienen la seguridad de no abandonar sus principios. Bloy renegó, es cierto, pero siempre fue fiel a la literatura, no la traicionó, ni usó como pretexto la miseria para esconder la desidia y el descuido, pues el mendigo debía “mendigar en la puerta de los cementerios... ¡Mendigos vestidos de fuego!”.
Novela, panfleto, crónica, carta, atestitiguan que leyendo a Bloy, leemos la obra de un mendigo, de un coloso de Rodas, para quien con justa razón, la gratitud era un candado en la boca. Y la boca una catapulta para abrirle los ojos al más ciego, clausurar la jeta insulsa, detener la mano torpe, y expeler las más fabulosas llamaradas de verdad. El dragón mendiga carne chamuscada.
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