Eduardo García A.


Ahora cuando el país entero al parecer trata de buscar la verdad y enfrentar los secretos escondidos en los silencios y en las tumbas equivocadas, vale la pena saber que los holocaustos más recientes son solo episodios de un largo comercio con la violencia, el odio y la muerte implacable a nombre de utopías absurdas, conservadurismos dogmáticos y codicia insaciable de oro y poder delincuencial.
Ya a mediados de siglo XX fueron cientos de miles los desplazados que llegaron a las ciudades huyendo de la violencia, expulsados de sus pueblos o de las fincas donde vivían por las hordas de asesinos que llegaban y arrasaban con todo y luego masacraban, violaban y se ensañaban con los cadáveres inertes para practicar en ellos todos los cortes posibles de la carne porque eran liberales o conservadores.
Al huir, las familias bíblicas de esos tiempos recorrían el campo en sus mulas cargando algunos enseres, tratando de sacarle el cuerpo a la policía chulavita o a los pájaros que se atisbaban a los lejos y sobre los que heraldos bien intencionados les anunciaban a tiempo para que cambiaran de ruta. Millones de colombianos nacimos por esas fechas y escuchamos de niños aquellas historias atroces.
Muchas veces las esposas jóvenes convencían a sus hombres de que era inútil seguir en esa lucha y era preferible huir y refugiarse en el anonimato de las ciudades, donde por lo regular les esperaba la pobreza de los tugurios o los barrios precarios donde ocurrían deslizamientos bajo la lluvia. Pueblos y veredas eran abandonados para siempre dejando atrás otros tiempos mejores de relativa estabilidad, la alegría de las músicas y las canciones en el centro de la plaza o en las veladas familiares o los amores inocentes de aquellos tiempos bucólicos de un país parroquial de campanas al aire.
Las familias estaban divididas entre liberales y conservadores y como en Romeo y Julieta algunas veces una muchacha de familia goda se enamoraba de un liberal y huía o viceversa, generando tragedias, odios y persecuciones de novela. Los odios eran irreversibles y el odio era la palabra y la sensación más común.
Y una generación después la historia volvía a repetirse pues decenas de miles de jóvenes idealistas atraídos por las ideas utópicas de la revolución se entregaban a la subversión dispuestos a morir por la causa como esos muchachos y muchachas, algunos de ellos parejas inexpertas de enamorados, que irrumpieron en el Palacio de Justicia aquel día funesto ocurrido hace treinta años, desencadenando la respuesta implacable del ejército y el estallido de un infierno de llamas enormes que significaban la interminable vocación bélica del país. Jugaron a la revolución y desencadenaron el rugido apocalíptico del monstruo. Decenas de miles de madres y padres de todas las clases lloraron sus hijas huidas por amor con guerrilleros hacia la clandestinidad y todavía lloran muertos y desaparecidos en una guerra sin cuartel que exterminó varias generaciones de jóvenes que buscaban emular al Che Guevara.
Lo mismo había ocurrido en la primera mitad del siglo XIX con la lucha independentista encabezada por Bolívar y los guerrilleros suyos que sembraron la Gran Colombia de muerte en una lucha sin tregua frente a los españoles de Pablo Morillo y, en el cruce de ese siglo con el XX, en la guerra de los Mil días que provocó la construcción de enormes pirámides de calaveras. Esa era nada más otra de las muchas guerras que llenaron los ríos de cadáveres y los campos de cementerios salvajes, dejando generaciones enteras de huérfanos y viudas y un dolor casi genético en cada habitante de este infierno nacional colombiano.
Robar la espada de Bolívar fue un juego de niños, pues las décadas siguientes verían aparecer nuevos ejércitos apocalípticos y aun más letales, ya no animados por utopías de derecha o izquierda pobladas por héroes vistosos y mártires crísticos, sino por la codicia del dinero fácil, la apariencia y el arribismo, cuyos modelos eran el sicario, el capo y la prepago. Y todo el país quedó durante décadas sumido en ese horrible pantano de sangre y huesos que significaron las décadas largas de la era de Pablo Escobar y de los capos del Cartel del Valle y el dominio tenebroso de los narcoparamilitares de los hermanos Castaño y los Mancuso, quienes cooptaron a la clase política y al Congreso y hasta la Presidencia en la Casa de Nari y se dedicaron a matar a todo el mundo, políticos, humoristas, intelectuales.
Y entre tanta muerte generalizada seguían vivas como dinosaurios del pasado, décadas después de la caída del Muro de Berlín, las guerrillas marxistas con sus barbudos de opereta y sus frentes periféricos, excrecencias últimas de un militarismo hecho a imagen y semejanza del que tenían enfrente, o sea el reino de los milicos, las armas, la tropa, los comandantes, el estado de sitio, el Plan Colombia, un mundo de muerte y poder de donde está excluida toda poesía o todo pensamiento o el más mínimo sentido del amor y la compasión.
Evelio Rosero definió a todas esas fuerzas del mal militar, paramilitar, narco o guerrillero como Los Ejércitos, hordas enemigas del colombiano de bien que soporta su imperio en silencio, atemorizado siempre, preparado a que una tragedia supere a la anterior y a que todo intento de concordia sea saboteado por los que se resisten a que ese mal nacional termine.
Al revivir estos días la horrenda historia del Palacio de Justicia y con ella las otras historias de guerra y muerte del pasado y el presente, los colombianos hemos sentido de nuevo el treno del holocausto permanente que nos signa desde siempre sin poder entender a quienes siguen aferrados a tanto odio y lo expresan en las redes sociales y en la calle. Muchos en las altas y bajas esferas hablan por estos días de perdón y de contrición. Esperemos que tantas bellas palabras no sean solo las últimas lágrimas del cocodrilo.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015