Eduardo García A.


Aunque los escritores latinoamericanos que viven hoy en París pasan casi inadvertidos en América Latina porque la ciudad ya no es considerada faro cultural del continente desde hace décadas, hay herederos de esa tradición que siguen activos, creando una obra que no por desconocida u oculta carece de fuerza e interés.
A lo largo de los últimos dos siglos ha habido oleadas de latinoamericanos que decidieron instalarse en la ciudad, ya sea de manera voluntaria o durante largas temporadas de exilio político. Los próceres de la era de la independencia venían al centro de las nuevas ideas de la Ilustración en medio de la efervescencia de la Revolución francesa que derrocó a los antiguos regímenes monárquicos vigentes durante más de un milenio.
En la actualidad, los latinoamericanos, pese han que han pasado de moda, presentan sus libros en la Casa de América Latina y realizan actividades permanentes mientras escriben sus obras: las argentinas Luisa Futoransky y Alicia Dujovne Ortiz, los peruanos José Najar, Mario Wong, Alejandro Calderón y autores de Argentina, Uruguay, Colombia, Centroamérica y Chile, entre otros países, hacen parte de esa larga lista de escritores residentes en esta ciudad, de donde tal vez no se vayan nunca.
Francisco Miranda vivió en estas tierras e incluso su nombre está inscrito en el Arco del Triunfo como héroe de la Revolución y tras él el joven Simón Bolívar residió en dos temporadas, en 1805 y 1806, cerca del parque de Palais Royal, en las calles Richelieu y Vivienne, entre las cuales está situada la vieja Biblioteca Nacional de Francia. La zona del Palacio Real, cerca del Louvre, era sitio de encuentro de juvenil de bohemios, militares, revolucionarios, editores, escritores, libertinos, viciosos y cortesanas.
A lo largo de dos siglos, centenares de letrados latinoamericanos de todos los países recién independizados visitaron la ciudad y vivieron largas temporadas aquí gozando de la rica vida cultural y sería interminable hacer el catálogo de memorias, diarios y libros escritos por ellos e inspirados por esa gran experiencia de coincidir en los tiempos de Napoleón Bonaparte o en la décadas posteriores marcadas por el auge de los Románticos, encabezados por Victor Hugo y otros muchos poetas, músicos, dramaturgos, pintores y pensadores.
En la actualidad uno puede deambular por los pasajes construidos en la primera mitad del siglo XIX, muchos de los cuales existen, como Panoramas, Jouffroy, Brady y tantos otros que permanecen intactos y bien restaurados para mostrar a quienes los visitan dos siglos después cómo esta ciudad era una verdadera caja de maravillas que sorprendía a todos en aquellos tiempos de riqueza y auge, cuando este país era sin duda una de las dos grandes potencias mundiales al lado de Inglaterra.
Los pasajes eran lugares cubiertos y laberínticos llenos de tiendas, cafés, librerías, oficinas, donde la joven burguesía se guarecía de la intemperie exterior y el mal estado de callejuelas, avenidas y bulevares empantanados, sucios por las deposiciones de los equinos que halaban las carrozas y por el incremento de pútridos desperdicios.
Adentro, elegantes románticos tomaban chocolate, café, té o bebían y comían mientras departían sobre lo divino y lo humano, en tiempos de gran auge del mundo editorial y de las ideas. Sobre ellos, el gran autor judío-alemán escribió múltiples ensayos donde con precisión describe aquellos ambientes y sus consecuencias para la cultura de la época.
Leer diarios, correspondencias y memorias de viajeros de todos los rincones de América Latina nos acerca a esa realidad multitudinaria de la capital mundial de aquellos tiempos, la metrópoli cosmopolita inigualada que fue. Pienso por ejemplo en el diario del general Francisco de Paula Santander, que nos cuenta sus experiencias día a día. Y, como él, prácticamente no hubo jurista, intelectual, político o magnate de aquellas épocas que no hiciera la visita obligada a la Ciudad luz y contara su periplo con admirado lujo de detalles.
En la segunda mitad del siglo XIX, desde la generación de los parnasianos hasta los simbolistas, otros personajes escribieron a su vez sobre el auge de la capital bajo el reino del Segundo Imperio, como los hermanos Angel y Rufino J. Cuervo y el poeta modernista José Asunción Silva, oriundos de Colombia, y después toda la generación de modernistas latinoamericanos encabezados por el nicaragüense Rubén Darío, el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, el colombiano José Maria Vargas Vila, el mexicano José Juan Tablada y el argentino Leopoldo Lugones, entre otros.
Para publicar y hacerse conocer, un latinoamericano tenía que venir a Francia, donde la editorial Garnier o la casa editora de Ch. Bouret editaban prácticamente todas las novedades del continente en español y luego las exportaban por barco a las jóvenes repúblicas hispanas de ultramar. Inclusive los autores españoles del momento también acudían a París a trabajar en las empresas de ese rico y fogoso panorama editorial que convirtió en fenomenales best-sellers a Vargas Vila y Gómez Carrillo.
En el siglo XX, después del episodio de los modernistas que adoraron París, las drogas y la absenta, otras dos generaciones se instalaron y reinaron aquí: los autores de los años de entreguerras y la generación latinoamericana del boom en los años 50 y 60.
En la primera, toda una pléyade se instaló por décadas en tan cálido ambiente bohemio. Encabezados por Miguel Angel Asturias, que fue el primer best seller latinoamericano traducido en francés con Leyendas de Guatemala, vivieron y escribieron aquí el poeta peruano César Vallejo y sus compatriotas César Moro, los hermanos García Calderón, el ecuatoriano Gangotena, el mexicano Alfonso Reyes, entre otros que tejieron relaciones con los hipanófilos Valéry Larbaud y Roger Caillois.
La segunda generación, la del boom, con Pablo Neruda, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, ganó en esta capital un reconocimiento fenomenal inigualable, antes de que la literatura latinoamericana pasara de moda y perdiera protagonismo a fines del siglo XX y los tres primeros lustros del siglo XXI.
Pero pese a que ahora son preferidas otras literaturas asiáticas, nórdicas, anglosajonas, africanas y mediorientales en detrimento de las nuestras, los escritores latinoamericanos, argentinos, peruanos, uruguayos, brasileños, chilenos, mexicanos y centroamericanos que vivimos aquí seguimos llevando la antorcha de esa relación amistosa y amorosa entre los nativos del continente americano y una ciudad que sigue cada vez más bella y activa, iluminada por la fuerza de un pasado cuyos rastros y fantasmas perviven entre calles y edificios centenarios conservados como joyas que se resisten a desaparecer.
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