Eduardo García A.


Hace tres décadas, entre los tubos, escaleras rodantes, tragaluces y disparatados colores del Centro Georges Pompidou, en París, mencionó Juan Rulfo a cuatro de los que a su parecer eran los nuevos valores de la narrativa mexicana de entonces: Samperio, Villoro, Puga, Gardea. De ellos solo queda Juan Villoro, pues Samperio acaba de morir de un paro cardiaco a los 68 años de edad, dejando un gran vacío en la narrativa mexicana, específicamente en el género del cuento, cuya flama guardaba él como sucesor que fue de Juan José Arreola y Augusto Monterroso, quien aunque guatemalteco, vivió casi toda la vida en México.
Guillermo Samperio (1948-2016) obtuvo el premio Casa de las Américas con el libro Miedo Ambiente en 1977 y el mismo año el premio de La palabra y el hombre con el cuento Desnuda. La editorial Grijalbo publicó en 1978 una recopilación de sus cuentos con el título Lenin en el fútbol, y después en los años 80 la editorial El Tucán de Virginia editó Manifesto de amor, y Folios Textos extraños, uno de sus libros más celebrados. El Fondo de Cultura Económica y la editorial Cátedra publicaron recientemente, ya entrado el siglo XXI, su narrativa completa y una amplia antología de su vasta obra cuentística con una introducción y aparato crítico.
Fruto de largo y meditado trabajo, la obra de Samperio propone una nueva sensibilidad, plantea un nuevo espejo. Sus libros son una incursión dentro de los piñones aceitados de la vida urbana, recorrido por tubos y túneles que no admiten tajantes divisiones entre el objeto y el sujeto, la cosa y el hombre. La enorme y caótica Ciudad de México está siempre presente, pero vista a través de su peculiar sensibilidad. El discurso sobre la realidad, la engullida de un hot-dog, el oteamiento de una pantaleta, el acto sexual o la figura omnipresente de Carlos Fuentes se convierten en tornillos de un mismo engranaje de objetos y temas de sus cuentos.
Tuve la fortuna de conocerlo recién llegado a la urbe mexicana y ser su amigo a través de las décadas. Al inicio, con esa solidaridad y complicidad que se da entre los escritores jóvenes latinoamericanos cuando no han sido infectados por la ambición y el espíritu competitivo, él me abrió las puertas de la ciudad, las revistas, los suplementos literarios donde colaboraba y me publicó el primer libro, Cuaderno de Sueños, en la bella editorial El Tucán de Virginia, que dirigía con Víctor Manuel Mendiola.
Al principio Samperio lucía una larga y negra barba nostálgica de hippie tras la que se escondía y después se afeitó y su figura se fue estilizando en los tiempos en que dirigía el departamento de literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes, desde donde apoyó sin límites a varias generaciones de escritores. Ya lejos de las actividades burocráticas, pedagógicas y editoriales, Samperio se mutó en una figura rebelde, una especie de dandy que vestía prendas estrafalarias, usaba sombreros excéntricos, se tatuaba, lucía anillos y hacía grandes espectáculos para lanzar sus libros o realizar encuentros literarios organizados por la fundación que llevaba su nombre.
Quiso de esa manera Samperio exorcizar la solemnidad burocrática en que caen la mayoría de los autores mexicanos, avorazados de poder y fama y la codicia de ser nombrados en academias y cargos diplomáticos. En sus últimos lustros de vida fue a ultranza el artista, el clown rebelde que llevaba dentro, pues era hijo y sobrino de los miembros de un conjunto musical de la época del cine de oro mexicano, llamado Los hermanos Samperio y una de sus hermanas fue artista de cabaret y del teatro urbano capitalino. Poeta, dibujante, dramaturgo, amigo de pintores y músicos, bohemio y con gran sentido del humor, vivió hasta el fondo la libertad del artista y su figura quedará para siempre hermanada con otro gran excéntrico, teatrero e histrión inolvidable, el jaliciense Juan José Arreola, autor de Confabulario y amigo de Rulfo.
En Para una teoría inútil de los espejos, dice Samperio que “la gota de mercurio es un buen auxiliar para detectar ciertos males del alma, como el amor grato, el odio edificio colonial, o el cariño alfiler. Indaguen en las cosas más extravagantes: en los dedos de los pies, las cucarachas de peltre, las uñas sucias, la planicie de la espalda inferior, Carlos Fuentes, el jabón Castillo”.
Cada frase o reflexión, movimiento o paso, incluye su respectiva y socarrona cosquilla; a medida que se desarrolla la historia con los naipes del absurdo, se van preparando los cojines sobre los que caerá, lenta, pero decididamente, el andamiaje de las máscaras. La ciudad, que es la galaxia imperial de Guillermo Samperio, la calle brillante y mojada, el ruido de las avenidas, los números trocados de puertas, la cantante de un bar, el escritor deprimido, el futbolista sindicado, el enano de la Alameda o la estudiosa de Lenín, constituyen una nueva clasificación arbitraria, incoherente y compulsiva del mundo urbano.
Este mundo esquizoide, desparpajado, se fracciona, no puede ser visto dentro de una higiénca linealidad que define a los personajes como entes fijos, diseccionados por el bisturí de un mediocre “reflejador” de hombres y cosas. Por eso Samperio creó ese personaje extraño de bombín llamado Witold, para burlarse de las solemnidades y desentrañar y denunciar los verdaderos secretos de la urbe mexicana.
Samperio se ríe a carcajadas de la literatura, reflejo del mito y de la fantasía de catálogo, de la magia de supermercado. Aunque ciertos nombres como los de Robbe-Grillet, pueden sugerirnos “influencias”, en lo que concierne a los objetos, creemos que dentro de las cuadrículas de sus páginas se forjó un nuevo universo, o en sus palabras, “un segmento ignoto de infinito no reflejado que contienen los espejos, o la capacidad ininterrumpida de los espejos de reflejar otra cosa distinta de los meros bustos” que pueblan, helados, el Santo Pozo de la Literatura.
El imperio de Samperio es la galaxia cuadriculada de la Ciudad de México, en ella son personajes los barrios cuadrados, la casa-cuadrícula, las butacas rumbo, las avenidas, los restaurantes, los cabarets, los senos-cono, el hombre-cuadro, el espejo, las cantinas, el jabón Estrella, Carlos Fuentes, el crítico, y por supuesto, Samperio. Se ha ido un gran amigo, pero queda su obra viva y vasta para deleitarnos.
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