Eduardo García A.


El excelente Canal Capital de Bogotá, antes de cambiar de manos, ha presentado en estos días la serie Un mundo de Gabo, dirigida por Lisandro Duque Naranjo, donde pasa revista en seis capítulos a la vida y obra de este gran colombiano de origen popular que no deja de sorprendernos y cuya muerte no aceptamos. Aunque vivió en muchas partes y pasó la mayor parte de su vida fuera de Colombia, a todos nos queda muy claro que es un producto auténticamente colombiano. Escuchándolo hablar en esta serie nos vemos impelidos a escrutar la arqueología local de su voz inconfundible.
García Márquez no surge por generación espontánea, porque antes de él tuvimos en estas tierras el delirio de las historias indígenas prehispánicas, los fantasmas coloniales, la fértil cultura africana de los esclavos negros, la lucidez marmórea de Guillermo Valencia, el payanés de Los lánguidos camellos, la prosa coloquial de Tomás Carrasquilla, la discreción de los piedracielistas, el universo telúrico de José Eustacio Rivera y el desbordamiento barroco de Jorge Zalamea, entre otras muchas voces.
¿Nos hemos olvidado de que Zalamea les abrió a los colombianos la gran película de la poesía mundial por encima de razas, continentes y naciones, que Jorge Zalamea les enseñó a combatir por sus pueblos con pasión militante y a delirar con el realismo más que mágico de El gran Burundún Burundá ha muerto y El sueño de las escalinatas, de donde surgen Los funerales de la mama grande y la voz de Maqroll el Gaviero?
¿En qué escaparate lleno de naftalina hemos metido a ese otro novelista y periodista prolífico llamado José Antonio Osorio Lizarazo, cuya trilogía bogotana es precursora en Colombia de la novela urbana latinoamericana? ¿En dónde olvidamos la momia de Tomás Carrasquilla, de donde sale mucho del humor corrosivo e irreverente de nuestra mejor narrativa colombiana actual?
Colombia es solo uno de los tantos países de hispanoamérica, y por eso hacemos parte de un ámbito idiomático de 500 millones de personas. Más que literatura colombiana específica, somos un aspecto de la aventura literaria de la lengua española, cuyo máximo exponente es Miguel de Cervantes, el autor español de la insuperable novela El Quijote de la Mancha. Para ser más precisos, la novela colombiana y todas las otras novelas continentales son aspectos de esa gran oleada cervantina iniciada hace medio milenio.
Cervantes, quien pese a su genio vivió pobre, fue secuestrado en el norte de África y sufrió la cárcel en el siglo XVI, soñó casualmente con ir como pequeño funcionario colonial a Cartagena de Indias, en Colombia, pero su sueño no se hizo realidad. Hoy hablaríamos quizás de Cervantes, fundador de la novela colombiana. Sus enseñanzas vibran, sin embargo, en nuestra literatura, y se realizaron en obras como la novela romántica La María de Jorge Isaacs, la selvática La Vorágine de José Eustasio Rivera, la viajera Cuatro años a bordo de mí mismo de Eduardo Zalamea Borda y finalmente la extraordinaria Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, novela que nos hizo conocer en el mundo en el último cuarto del siglo XX y es el libro que nos defiende de la fama de ser uno de los países más violentos del mundo, reino de bandidos, narcotraficantes, guerrilleros, sicarios y paramilitares. Gracias a García Márquez el mundo sabe que no solo somos eso y que este país es también el reino de la poesía, la fantasía y el pensamiento. Tierra de arte, color y música.
Nuestra aventura literaria no se inicia pues con el éxito comercial de Cien años de soledad, sino mucho siglos antes. Comienza con los relatos de los indígenas que poblaban aquellas tierras antes de la llegada de los españoles y que tenían la costumbre de vestirse de oro. Lamentablemente fueron exterminados por la codicia de los buscadores de oro y esmeraldas. Y hoy somos mestizos: una mezcla de españoles aventureros, indígenas derrotados y esclavos negros. Querámoslo o no, nuestra lengua es la de los conquistadores y en ella nos expresamos, porque a la vez somos los descendientes de conquistadores y conquistados.
La aventura de la literatura colombiana surgió con relatos de españoles como el fundador de Bogotá Don Gonzalo Jiménez de Quesada y el sacerdote poeta Joan de Castellanos, quien en miles y miles de versos quiso contar las maravillas exóticas del trópico, con sus fieras, selvas y enormes ríos. A lo largo de 300 años de dominio colonial, reinaron los relatos de viaje, las memorias y los tímidos intentos de los criollos a través de obras narrativas y poéticas que imitaban torpemente a los grandes escritores europeos. Obras que eran carcomidas por lo pomposo y el adorno inútil.
Después de la independencia, hubo que esperar hasta fines del siglo XIX para que se iniciara una aventura propia a través del movimiento modernista, cuyo principal y rebelde exponente colombiano fue José Asunción Silva, quien se suicidó muy joven y se malogró dejándonos la extrañísima novela protomoderna y finisecular, De Sobremesa. Casi todos los escritores colombianos fueron autores de un solo libro clave y cuando no se suicidaban o morían víctimas de la violencia, desaparecían devorados por las ambiciones políticas, que como casi toda ambición política es ambición de poder y dinero. Rivera, autor de la ya mencionada novela La Vorágine, murió antes de los 40 años y como el poeta Silva, sólo nos dejó unas pocas obras, como el poemario Tierra de promisión, donde se vislumbraba la fuerza de su literatura.
En su tiempo, además de García Márquez, brilló con luz propia Álvaro Mutis, cuya obra compuesta por poemas de tierra caliente y novelas de viaje expresa el deseo permanente de los latinoamericanos por romper sus fronteras y abrirse al mundo. García Márquez y Álvaro Mutis, fueron los escritores colombianos más conocidos en el mundo en la segunda mitad del siglo XX.
Ambos escritores aprendieron de los mares, ríos y selvas colombianas y son hijos del novelista de la selva, el ya mencionado Rivera, que puso una de las primeras piedras luminosas para la novela colombiana del siglo XX con ese relato del sufrimiento de los hombres en la jungla, donde los indios eran explotados por los empresarios del caucho.
Además de esas dos figuras, persiste la actividad literaria de otros escritores colombianos como Roberto Burgos, William Ospina, Pablo Montoya y Evelio Rosero, que luchan en medio de la tormenta comercial de los best-sellers, fieles a una literatura que no cede a los requerimientos de la caja registradora y se conecta con la rica tradición local. Por eso hay que volver a leer a tantos autores colombianos olvidados y escuchar a García Márquez en la serie Un mundo de Gabo de Canal Capital para tratar de enterder de dónde venimos y para dónde vamos en el terreno de la literatura.
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