Orlando Cadavid


El ámbito parlamentario colombiano acaba de cumplir siete años sin la presencia física de Víctor Renán Barco y todavía siguen vacantes los espacios que dejó como rey del sarcasmo corrosivo, la marrulla política y la navegación tributaria en tormentosos mares de leva.
Porque solía escudarse en su refrán, según el cual, “no tengo ropa para semejante investidura”, no quiso ser alcalde de su natal Aguadas, ni de La Dorada, su bastión adoptivo y mucho menos gobernador de Caldas. Declinó ser primer Designado (la desaparecida figura vicepresidencial del pasado). Tampoco se dejó seducir por la presidencia del Congreso, ni por la encopetada embajada en el Londres que tanto amó, admiró y disfrutó.
No aceptaba las altas dignidades, pero se convertía en jefe de debate de algún amigo político que fuese de su simpatía. El actual presidente Santos le debe la Designatura con la que se estrenó en la política liberal. Quitó y puso muchos gobernadores en el Palacio Amarillo de Manizales. Cuando un mandatario de su provincia no le daba el tratamiento burocrático que se merecía, como jefe de la comarca, se quejaba directamente ante el presidente y no ante el ministro de Gobierno, “porque yo hablo con el jinete, no con el caballo”. Renuente a nombrarle gerente de la Licorera a Federico Mejía, Barco amenazó así al gobernador Guillermo Ocampo Ospina: “O me lo nombra usted o me lo nombra su sucesor en la Gobernación. Escoja”. Sumiso, Ocampo voló a Bogotá a llevarle copia del decreto. Aclaremos que prefería 10 puestos populares a tener grandes ejecutivos, “porque se la llevaban toda”.
Disfrutaba despejándole el camino de abrojos a las reformas tributarias de todos los gobiernos por una sola razón: “Mi negramenta (su electorado) no declara renta y no tiene nada que ver con retenciones en la fuente”. Si la tributaria de turno estaba a punto de naufragar, el presidente ordenaba desde Palacio: “Búsquenme de inmediato a Renán Barco para que nos saque de este berenjenal”. Y así sucedía.
Barco decidió pasar a la historia colombiana como el más breve de todos los ministros de Justicia, en el ‘mandato claro’ del presidente Alfonso López Michelsen, al renunciar 19 días después de su posesión, en un debate que le adelantó, en la Cámara, el representante conservador Jesús Jiménez Gómez (nortecaldense como él) por imputaciones de su pasado juvenil que prefirió no controvertir.
Detestó los clubes sociales porque “vivían llenos de blancos y yo solo me revuelvo con los negros que votan por mí, cada cuatro años”. No le simpatizó el matrimonio ni por lo católico, ni por lo civil: “La mujer que se case conmigo, tiene que estar loca y yo con una loca no me caso”.
En su fortín de La Dorada decían que su hacienda de Territorio Vásquez era tan grande que no limitaba con nadie y que su apartamento, situado a un lado de la sede porteña del DAS, “era el desorden más bien organizado el mundo”. En Bogotá se decía lo propio del caos que mantenía en su escritorio de atareado trabajador legislativo, en el Capitolio, su hábitat natural por muchas décadas. Comía bueno, bastante y barato en el restaurante “La Tías”, aledaño al Capitolio, a donde llegaba provisto de su respectivo aguacate. Era un comensal millonario y práctico. A su muerte, la justicia se encargó de repartir su fortuna entre sus herederos.
Diestro en el manejo de la fina ironía, le endosó a su paisana aguadeña Dilia Estrada de Gómez el apodo de Madame Nhu, remoquete del que era portadora Tran Le Xuan, la primera dama durante la dictadura de Ngo Dinh Diem en Vietnam del Sur. En la capital caldense evitaba pasar por el andén del Club Manizales (sede principal de lo que él llamaba “el blancaje caldense”) para no intranquilizar a su socio político Luis Guillermo Giraldo Hurtado. Sometido a un trabajo de dentistería, afirmaba que se hallaba en manos de un ortodoncista manizaleño que “le estaba arreglando la mordida”. La apostilla: El barón electoral oriundo de Aguadas y "nacionalizado" en La Dorada consideraba que ser negro y liberal y haber nacido en un pueblo godo como Aguadas era un verdadero contrasentido sociopolítico, aunque, aducía, convincentemente, que “a la buena leche nunca le faltan las moscas”. Así era Barco.
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