Carolina Martínez


Uno no es lo que come. Ni lo que piensa. Ni es lo que ha vivido. Uno es su muro de Facebook.
En el muro todos somos felices. Allí ponemos nuestras mejores caras, fiestas, amigos, novios, hijos, casas, viajes, carros, restaurantes, hoteles, todo lo que somos. Allí no se pone nada de la vida real sino lo que queremos que otros vean. Nada de fiestas ni paseos aburridos, nada de tristezas, pobrezas, miedos ni fracasos. Caras desmaquilladas de recién levantadas no existen. Maridos en calzoncillos chancleteando por la casa tampoco. Pura felicidad. El mundo ideal. Todo lo que no merezca foto y por lo menos diez likes no merece ser vivido en el mundo análogo y mucho menos en el virtual.
Lo que queremos que otros vean de nosotros, eso es lo que somos, lo que no se ve no existe, tal como en la realidad: las redes sociales son un espejo de la sociedad en que vivimos. Y pueden ser peligrosas; allí hay de todo, también los que hacen fechorías, igualito que en la vida análoga. Y no solo hacen daño a los noviazgos y matrimonios. Supe de un amigo de mi sobrino con el que viajaron por el mundo, y publicaba en Facebook las fotos de su recorrido, y un día unos bandidos llamaron a la tía a decirle que el muchacho estaba en un aeropuerto de no sé dónde y que lo habían pillado cargado de cocaína. Ellos lo querían ayudar pero esto solo sucedería si ella les mandaba cuatro millones de pesos y así ellos podrían mover influencias para que no lo metieran preso. La tía, como buena tía, mandó los milloncitos sin decirle ni a los papás de él, y en el momento en que hizo la transferencia, en ese instante virtual, supo que era un tumbe. Lo supo desde el corazón, pues todo coincidía: el lugar del mundo donde se encontraba el sobrino, las fechas de viaje, los nombres de los familiares: todo estaba en Facebook.
Por eso más vale ser cuidadoso porque, además, lo que allí se dice, queda. No es como en la vida real en donde las palabras se las lleva el viento. Aquí se las lleva la web y dejan de ser de uno para ser de todos. Y el que no crea que somos nuestro muro, que vaya al FB de alguien que se ha muerto. Ahí quedó todo lo que fue esa persona. Basta con ver el de Sergio Urrego, el adolescente gay que el pasado 4 de agosto se tiró de la terraza de un centro comercial en Bogotá. En su muro no hay pendejaditas ni pensamientos felices ni juegos de Candy Crush. Todos su posts son serios o con un sentido del humor muy negro. Y son libertarios. Profundos. Rebeldes. Anarquistas. Como era él, un muchacho que convirtió su suicidio en un acto público y de protesta. Y en su muro, tan conmovedor como su muerte, le dijo al mundo cosas como "Mi sexualidad no es un pecado, es mi propio paraíso". Y ahí quedó para siempre, igual que la biografía de todos los muertos de Facebook, que son muchos, y eso que las redes son un fenómeno nuevo. En unos años cuando haya más muertos que vivos y nadie los pueda sacar del paraíso, FB se volverá una red póstuma a donde familiares y amigos entran a recordar a su muerto y a sentirlo tan vivo como se siente a Sergio.
A los usuarios de redes sociales les recomiendo mantener su muro como si se fueran a morir al cruzar la puerta, igual a como se debe vivir la vida. Que su último post no esté lleno de odio ni sea una estupidez o una diatriba radical. Que todo lo que allí queda merezca permanecer. Que no tenga nada de que arrepentirse en la eternidad virtual. Porque es verdad que ya somos el olvido que seremos, pero el olvido no existe mientras sea digital.
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