Carolina Martínez


Odio a los hombres que no te dicen que la comida que les preparaste está deliciosa. Esos que se sientan a tragársela como si se hubiera preparado sola o como si el plato estuviera servido en la mesa por obra y gracia de Hechizada, aquella envidiada protagonista de la famosa serie de los años setenta que con mover la nariz hacía la comida, arreglaba la casa y estaba divina y glamorosa sentada en el sofá leyendo una revista cuando el marido llegaba a la casa.
La situación de las brujas reales es muy distinta. A nosotras nos toca manejar hasta el supermercado, escoger los productos, buscar los descuentos, hacer la fila para pagar, cargar los paquetes y desempacarlos, todo sin escoba. Luego usamos toda nuestra creatividad para que nos quede rico, solas en la cocina, sin importar si es un huevo lo que preparamos o un sancocho, ponemos la mesa mientras hacemos malabares para que todo esté listo al mismo tiempo, bien calientico, y empieza uno a llamar al señor que se moría de hambre minutos atrás, y nada, no llega. Por fin se digna a aparecer y sin mirarnos se aplasta en el asiento y a comer se dijo. Pasan los segundos y minutos, y el hombre no dice ni mu. Y ahí es cuando se quisiera tener el don de hechizada, y desaparecerlo.
Algunos lectores deben pensar que soy muy bruja por aspirar a tanta zalamería por una comida. Pues yo sí soy muy bruja y aspiro a que mientan si es necesario. Es lo mínimo que pueden hacer. Con los pimentones que hace mi hermana, por ejemplo, fui a visitarla para que me los enseñara a preparar, luego me fui a conseguirlos ni muy rojos ni muy verdes ni muy maduros ni muy blanditos ni muy duros. Llegué a asarlos en una parrilla, ni mucho hasta quemarlos y pierdan lo crujiente, ni poco para que no queden crudos. Les di mil vueltas, mientras sudaba al lado de la hornilla, pendiente para que no se quemaran, y luego me quemé yo cuando los retiré del fuego para quitarles inmediatamente la cascara con agua caliente. Pártalos en tiritas. Écheles los ingredientes en su justa medida, vinagre, ajo picadito, mostaza, aceite, sal, azúcar. Ensucie todo. Pruebe un poquito, añada más de aquello o de lo otro, acomódelos en el tarro hermético, lave el desorden, y espere siquiera un día para que cojan ese saborcito ahumado.
Así que luego de dos días de preparación se los sirvo al hombre. Crunch crunch crunch suena como un caballo al masticar y yo espero, paciente. Lo miro. Nada, no se entera, pero parece que le gustó. Me atrevo a preguntar ¿Te gustaron los pimentones? Y él me da la respuesta esperada, repetida y odiosa: no ves cómo me los estoy comiendo…
¡Por qué les costará tanto trabajo! ¿Por qué, por qué? De verdad no entiendo. Supongan que es al contrario, que él haga los pimentones y yo me los trague sin decir una palabra… No, eso no se puede suponer porque una mujer no lo hace, nosotras diríamos mmm qué delicia, te quedaron riquísimos, mmh quién te enseñó a hacer esto, alguna vaina, pero no seríamos tan groseras de engullirlos sin exagerar un poco, a menos de que estén incomibles, y creo que aún así algo diríamos. Y no es cuestión de dar las gracias, porque uno sabe que agradecidos sí quedan de que les llenen el buche, es solo decir está delicioso, por favor señores. Si supieran lo importante y necesario que es decirlo, yo creo que lo harían siempre, no cuesta nada. Y por eso se los digo ahora, para que lo hagan, a pesar de que crean que es nuestra obligación cocinarles, porque no lo es. ¿O si?
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