Carolina Martínez


Les cuento que heredé este espacio de Pablo Mejía, mi cuñado. Aquí donde ustedes lo encontraron cada sábado estaré yo de ahora en adelante, no sé por cuánto tiempo. Si yo fuera él lo sabría, tendría la seguridad de que voy a hacerlo hasta el día de mi muerte. Pero no heredé su perseverancia ni las columnas que guardaba de reserva. Así que aquí voy, si me lo permiten, de una en una, y con mucho esfuerzo, porque reemplazar a Pablo es imposible.
Él tenía un tema para toda ocasión, sabía de todo sin ser sabiondo, vivía en función de escribir sus columnas y hasta tenía una libretica para hacer apuntes de la vida cotidiana, que llevaba a todas partes por si le fallaba la memoria o se le escapaba algún detalle que sirviera para sacarles risas a sus lectores. Me hubiera encantado heredar la libreta y los temas también, pero esos vienen con la vida y el ejercicio constante de observar cada instante para sacarle una crónica.
No se me olvida una vez que almorzamos en su apartamento y luego nos recostamos en su cama a hacer una siesta. En esas llegan los obreros de la obra del edificio del frente y se parchan a almorzar debajo de la ventana del cuarto de Pablo que era en un primer piso, ahí sentados en el pastico. Sacan sus portas, prenden el radio y hágale a las viandas y a la conversa. A mí me pareció una desgracia, solo oía ese estruendoso aparato sonar como metido entre un tarro de galletas y me tocó irme a dormir a otra parte con tapones en los oídos, qué desesperación. Cuando me desperté como a las tres horas y con un genio endemoniado como siempre que hago siesta, Pablo ya había escrito sobre la conversación de estos señores, que él sí logró escuchar a pesar de la bulla, y ya se había carcajeado con los cuentos y hasta se habría escrito una columna de reserva para aprovechar la inspiración surgida de esta original charla.
Yo nada. Sumida en mis obsesiones de las que él tanto se burlaba, solo pude oír el radio retumbar en mis oídos. Él, a través del tarro de galletas oyó crónicas maravillosas a las que les sacó el jugo merecido. ¡Me hubiera gustado tanto heredarle esa capacidad! Y la chispa, la pluma, el humor, la rigurosidad en el manejo del lenguaje y de muchos aspectos de su vida, como la plata por ejemplo. Recuerdo una vez que comenté que cuando los inquilinos de un apartamento que tengo en arriendo me pagaban más de un mes por adelantado, se me volvía un problema porque me gastaba la plata. Y Pablo no salía de su asombro. Al principio pensé que era por tomarme el pelo pero él volvía y preguntaba aterrado ¿Si a usted le pagan por adelantado se gasta la plata? Obvio, lógico, es lo que hace todo el mundo ¿no?
Él nunca, jamás. Siempre previsivo y responsable. Siempre supo lo que hacía. Al perder habilidades motrices multiplicó las mentales y el deterioro de su cuerpo fue inversamente proporcional al brillo de su inteligencia.
Yo, nada. En lo que sí pienso parecerme a él es en decir la verdad a toda costa, y ya empecé por admitir que me gasto la plata por adelantado. Y que no sé hacer siesta. Confieso también que desconozco si se dice “el radio” o “la radio” y no tengo a Pablo para preguntarle. Pero aquí vamos, con errores hasta el fin, y con ganas de llenar un espacio en el corazón de los lectores de Pablo Mejía, que se gastó la vida por adelantado y aprovechó al máximo cada estímulo de sus sentidos.
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