Lo último que le dijo Pablo Mejía a Poncho fue que mandara la columna. Y resultó que no tenía una, sino dos, guardadas, por si acaso. Ayer se publicó la primera "Servicios públicos" y en ocho días la segunda, y quién sabe, es probable que vengan otras póstumas o que las mande desde la otra vida, porque él no puede vivir sin escribir.
Pablo siempre tuvo columnas de reserva, y aunque muchas veces me aconsejó hacer lo mismo, yo jamás pude. No todos logramos en esta vida tener esa férrea voluntad.
Pablo tenía que estar muy enfermo, muriéndose, para no escribir sus columnas sabatinas en este diario, hoy de luto por la ausencia de sus letras que nos hicieron reír y pensar y gozar y conocerlo, porque aquí siempre dijo su verdad, con humor, sin conveniencias ni titubeos, sin moralejas ni engaños. La verdad de ese corazón con el que amó a su familia y que sentía tanto orgullo de sus raíces y estirpe de escritor nieto de Rafael Arango Villegas.
Sus escritos nadie podrá olvidarlos. Y quien lo conoció, tampoco a él podrá olvidarlo nunca. Sé que ustedes, sus lectores, sienten que lo conocían y que Pablo era un amigo más de la casa a donde llegaba cada sábado a alegrarlos con sus finos cuentos, desde hace unos 20 años. Y es que Pablo fue amigo de todos. Viejos, viejitos, grandes, chiquitos, adolescentes, curas, ateos, ricos, pobres, todos, encontramos en Pablo Mejía un amigo que nos dijo la verdad, aunque doliera, siempre de frente, sin apasionamientos, siempre justo, ecuánime, siempre sincero. Y siempre siempre, con Anita al lado.
Anita fue su ángel de luz y ahora él es el de ella. Mi hermana Ana María, su esposa durante 40 años, le entregó su vida y le dio su más grande alegría: mi sobrino Poncho. No sé cómo van a vivir sin ese esposo ese padre y ese amigo, pero ellos están llenos de fuerza porque vivieron con él su vida, y Pablo deja ese ejemplo de entereza y valor que ha guiado sus caminos día a día.
Sus últimas columnas estuvieron cargadas de nostalgia; llenas de humor eso sí, pues así eran sus nostalgias y sus tristezas y sus alegrías. La última, no de reserva, con un nombre muy poético “Utopías y quimeras”. Tal vez al ponerle el título pensó en la utopía y quimera de poder disfrutar su vida, que sabía que se le escapaba entre los dedos, pero terminó cantándole la tabla a unos y a otros. Anterior a ésta, la de las Ferias, recordando a su adorada madre Lety, y en diciembre cinco columnas de “Aquellos diciembres” simplemente maravillosas. ¡Qué memoria prodigiosa la de este hombre! Como la del que necesita desmenuzar y saborear para la eternidad los mejores recuerdos de su existencia, sin lágrimas en los ojos pero sí en el alma. Esa alma grande de hombre sencillo. Con esa capacidad emocional para gozarse el momento. Esa superioridad de racionamiento del hombre simple. Aferrado a la vida que se escapa. Afianzado al amor de su familia.
Se fue sin aspavientos, así como vivió su vida, acompañado de Anita y Poncho. Ahora ya está en el cielo con Don Hugo y Lety, sus padres que tanto lo amaron, y ya se estarán riendo a carcajadas. Pablito se merecía descansar de su ingrato cuerpo que lo atormentó durante varios años. El problema ahora es de nosotros, de todos quienes lo quisimos y admiramos y que nos quedamos sin Pablo Mejía Arango, el amigo, el esposo, el padre, el hermano, tío, primo, cuñado, el columnista, el bacán que nos enseñó siempre algo, porque Pablo fue ante todo un enseñador, del mundo, de los hombres, del universo, de la vida. Y un aprendedor de los más constantes, ávidos y humanos que puedan existir. A él, hombre de letras, le dedico “Oda al hombre sencillo” de su tocayo Pablo Neruda.
A ustedes mi pésame sincero y también para LA PATRIA y para Caldas que pierden un escritor magnífico en el mejor momento de su carrera. Para Anita y Poncho todo mi amor, todo.
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