Pablo Mejía


Ahora años, cuando era necesario inducirle el vómito a alguien, lo obligaban a tomar agua tibia o le hacían cosquillas en la garganta con un palito, o con el dedo si no había más. Y eso era hasta que el cristiano botaba la pluma, lo que lograba aliviarlo así fuera de momento. Hoy en día es mucho más fácil: Basta sintonizarle un noticiero de radio o televisión, ponerle al frente cualquier periódico, enfrentarlo a la pantalla de la computadora y conectarlo a un portal de noticias, y el sujeto en cuestión de segundos empieza con las arcadas.
Eso puede sucederle a cualquiera al toparse con informaciones referentes al desfalco en la Refinería de Cartagena, en el que las cifras citadas son de unas proporciones difíciles de asimilar; basta con saber que es mucha más plata que la que recibimos por la venta de Isagén o que con los recursos birlados podría construirse el metro de Bogotá. Dónde están los ejecutivos, los miembros de las juntas directivas, los funcionarios encargados de fiscalizar, los Ministros involucrados... Nadie dice nada, ninguno pone la cara, no aparecen los culpables y en cambio todos se tiran la pelota para evadir responsabilidades.
No podemos olvidar que es tan culpable quien mete la mano como quien la deja meter; por acción o por omisión, dice el léxico legal. Cómo es posible que los miembros de la junta directiva de Reficar, o los de Ecopetrol que es la dueña de la refinería, no hayan sospechado al ver que el proyecto cada vez costaba más, hasta llegar a cifras escandalosas. No hay que ser muy suspicaz para recelar que dichos ejecutivos, todos reconocidos por inteligentes y expertos, con algún propósito se hicieron los de la vista gorda ante semejante despropósito; vaya usted a saber por qué no quisieron escarbar.
A diario aparecen chanchullos que opacan los anteriores y así se pierden en la memoria casos como Foncolpuertos, o las barcazas que trajeron para ayudar en la crisis energética en épocas del apagón, las mismas que nunca funcionaron por ser incompatibles con el sistema eléctrico nuestro; y lo peor es que ya estaban pagas. Y qué tal la recuperación de las líneas férreas que se hizo para trocha angosta, sistema para el cual ya no construyen locomotoras ni vagones.
Con sobrada razón el colombiano es reacio a pagar impuestos, porque sabe que su dinero puede ir a parar al bolsillo de otro. Para ello contrata un contador, pero no para que lleve cuentas y mantenga al día la contabilidad, sino para idear figuras y maromas que reduzcan al máximo la tributación. Muchos exfuncionarios de la DIAN tienen oficina de asesoría tributaria, lo que representa una ventaja porque conocen al dedillo los intríngulis del organismo estatal; lo que se conoce como la puerta giratoria.
Es triste saber que nos volvimos desconfiados y maliciosos por culpa de la mala fe que impera; cerrar negocios es muy trabajoso porque hizo carrera eso que para el mamón no hay ley, por lo que solo podemos cantar victoria al salir de la notaría. La palabra no se respeta y para la mayoría lo que sea legal es válido; la ética tiende a desaparecer. La cultura del 'vivo' y el 'avispao' nos tiene fregados; personas ventajosas que no tienen inconveniente en llevarse por los cachos a la mamá. Lo peor es que la comunidad los admira.
Por tramposos y marrulleros padecemos el karma de los insufribles trámites, en los que requieren examen de conciencia, conteo de espermatozoides, lectura de retina y fotocopia autenticada del genoma. Y sin embargo se los pasan por la galleta.
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