Cristóbal Trujillo Ramírez


Siempre he reconocido en este espacio que la vocación docente es un aspecto fundamental del proceso pedagógico, y por eso he presentado casos exitosos de la vida escolar que han tenido su origen en excelsos desempeños docentes y he abordado experiencias significativas de modelos educativos del mundo -como el de Finlandia, donde se ha validado la premisa de que la calidad de la educación pasa meridianamente por la calidad de sus maestros. Para quienes no gustan del romanticismo pedagógico, aprovecho la ocasión para clarificar dos aspectos: el primero es una distinción honorífica que para nada perturba, ojalá todos los que nos dedicamos a la bella labor docente perteneciéramos a los románticos de la pedagogía; y el segundo, para ser un buen maestro, además de la vocación, se requiere formación, que, dicho sea de paso, debe darse en un doble sentido, en el pedagógico y en el disciplinar. La escuela necesita maestros que amen lo que hacen, sean conocedores competentes de su disciplina y, además, sepan hacer lo que enseñan.
Estoy convencido de que poco o nada valen los esfuerzos que se hagan en la implementación de políticas educativas innovadoras para apostarle a que Colombia sea la más educada de América Latina en el 2025, si no contamos con los maestros como aliados de este propósito. No es con normativas gubernamentales o políticas nacionales como transformaremos la educación del país. Los cambios se dan dentro de la escuela, y el perfil de nuestros maestros indudablemente marcará la ruta de un nuevo amanecer en la educación del país. Por esta razón tengo muchas sospechas, porque no veo que la política educativa contemple este aspecto de la vocación docente como fundamental y prioritario, y basta con enumerar los programas pilares del Ministerio de Educación Nacional en materia de calidad para evidenciar que el eje trasversal de su diseño no es la calidad de sus maestros ni los aspectos que la posibilitan.
Otra cuestión que me embarga y me llena de desesperanza es que no veo que en las facultades de educación y en las escuelas normales se estén dando cita los maestros que necesita y requiere el país. Muchos de quienes cursan programas de licenciatura en las facultades de educación no quieren ser maestros, están allí porque no pasaron a ninguna otra carrera, o a la espera de poder hacer la transferencia a otro programa; muchos de los estudiantes que cursan su formación pedagógica en las escuelas normales no quieren ser maestros, de hecho menos de la mitad de ellos continúan su formación complementaria después de culminar su grado once. Advierto, esta información es tomada de diálogos académicos con autoridades de estas instituciones y no cito cifras para evitar imprecisiones.
En las escuelas normales y en las facultades de educación, sin embargo, hay quienes estudian pedagogía por convicción y la eligen como opción de vida. Logran graduarse como licenciados o bachilleres pedagógicos y entonces tienen que someterse a una desafortunada estrategia de incorporación que en la gran mayoría de los casos los deja por fuera, simplemente porque los diseños de las pruebas no potencian ni dan prioridad a la formación pedagógica y disciplinar. Es decir, muchos estudian pedagogía y no quieren ser maestros, algunos se titulan de pedagogos y no pasan el concurso, y otros, que jamás estudiaron pedagogía ni pensaron ser maestros, se incorporan a la escuela mediante un concurso de méritos. ¿En manos de quién está la escuela en Colombia?
Un asunto tan importante para cualquier nación, como el de la educación de su pueblo, no puede dejarse al vaivén de la incertidumbre. Oportuno sería que ahora, cuando el país se alista a rediseños constitucionales para el posconflicto, se les diera a la educación y a la formación de los docentes la importancia que ameritan.
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