Cristóbal Trujillo Ramírez


Juliana, una niña que cursa tercero de primaria, está de cumpleaños. Como la fecha cae un día escolar, su señora madre quiere aprovechar la ocasión para celebrar esta fiesta en compañía de todos los compañeros del curso. Prepara la torta y los confites y se desplaza en compañía de algunos familiares a sorprender a su hija, detalle que sin duda resultaría muy gratificante para la niña. Desafortunadamente al llegar al colegio y solicitar el permiso respectivo, se encuentra con la desagradable sorpresa de que la rectoría ha negado su solicitud, y en consecuencia no podrá llevar a cabo la fiesta de cumpleaños de Juliana en el aula de clases. Y la razón es que la señora madre tiene restricciones legales para acercarse a su hija. Como el interés supremo de la escuela es el bienestar de los niños, inmediatamente la dirección propone la celebración de la actividad sin la presencia de la madre. La profe del curso asume la tarea con amor y con mística y lleva a cabo la fiesta, que se convierte en un momento memorable para Juliana quien, con el paso de los minutos, logra disipar el impacto negativo de ese triste momento cuando supo que su madre estaba en la escuela, pero que no podría acompañarla en la celebración de su cumpleaños.
Con esta anécdota quiero motivar dos reflexiones. La primera está relacionada con los niveles de vulnerabilidad psicosocial de los niños y jóvenes que hoy están en edad escolar. Son innumerables las situaciones críticas que padecen nuestros estudiantes social y familiarmente, enormes situaciones de angustia y desesperanza cunden en sus mentes y en sus almas: la descomposición de sus familias, los acrecentados riesgos sociales y la ineficacia de las acciones del Estado hacen parte del maletín con el cual los niños viajan hoy a la escuela. Casos como el de Juliana hacen parte de las agendas de las escuelas de hoy en Colombia, por supuesto con las consabidas consecuencias en los niveles de aprendizaje. Usted, amigo lector, podrá imaginarse el grado de disposición y de interés de esta estudiante para aprender los números primos.
La segunda reflexión implica a los maestros. Doña Gilma, la profe de Juliana, se ocupó de la fiesta, organizó el salón de clases, animó a sus alumnos y atendió uno a uno los detalles del evento. Fue una excelente anfitriona, pero lo más importante, su noble propósito: Juliana tenía que estar feliz. No le importaron las clases que se dejarían de orientar, no tuvo inconveniente para suspender la agenda académica del día. Se ocupó de algo trascendente, sembrar caminos de esperanza en una niña que sentía que su vida carecía de sentido. Pero no solo se fijó en Juliana, porque como buena maestra hizo de la celebración un propósito colectivo, animó a todos los compañeros para que tomaran parte en ella y escribió una maravillosa lección de compañerismo, solidaridad y fraternidad que harán parte de la gran enciclopedia de sus vidas.
Aquí emerge el gran reto de los maestros hoy: recrear proyectos de vida exitosamente posibles en medio de condiciones adversas que parecieran determinar el caos y el fracaso. Un maestro que anima la voluntad es un ser que fortalece la energía, aviva el conocimiento, fomenta la formación y se compromete con sus estudiantes. Obviamente deseo dejar claro que la formación disciplinar con rigor académico se constituye en un elemento fundamental que no hace parte del gran reto, sencillamente porque es la condición sine qua non de los procesos formativos y educativos.
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