El nombre de Dios es Misericordia. Aunque nuestros pecados hayan sido muy graves, Él está dispuesto a perdonarnos gratuitamente, porque sabe que por nuestras propias fuerzas no es posible abandonar el pecado. Él se apiada de nuestras equivocaciones, porque ellas son fruto de la ceguera y falta de conocimiento. Él siente compasión al vernos sufrir y desea vivamente que “escuchemos” su buena noticia y nos demos cuenta que su Amor ha sido tan grande que nos ha enviado a su único Hijo para que nos liberara de nuestra dolorosa esclavitud.

En la mujer adúltera, presentada a Jesús por los escribas y los fariseos con el fin de tentarlo y hacerlo caer, estamos representados tú y yo con nuestros pecados y el sufrimiento consecuencia del mismo. Jesús hace ver a los acusadores y justicieros de la mujer, que nadie está libre de caer: “El que esté libre de pecado que le tire la primera piedra”. Ninguno puede juzgar a otro, porque el juicio se devuelve sobre quien juzga. Si el otro comete alguna falta grave, lo ha hecho como consecuencia de un engaño, de un mal discernimiento sobre el bien y el mal o de una historia que tiene en su existencia. Ni siquiera podemos presuponer la mala intención del otro como primer motor de la acción. Tener el corazón limpio significa “ni siquiera pensar mal del otro”. Cuando alguien ejecuta una acción en contra nuestra, está cegado por su soberbia, por su resentimiento o por una mala comprensión de nuestras actitudes. A lo mejor, actúa llevado por la envidia o por los celos, lo que denota un complejo de inferioridad en fondo que no le deja ver en sí mismo (a) las posibilidades, valores y virtudes que posee. En esto consiste su “ceguera”. Tanto que, si supiera en realidad el mal que hace y el mal que se hace al juzgar y condenar, motivado por sus “esclavitudes”, nunca lo haría.

Isaías 43, 16-21; Salmo 125; Filipenses 3, 7-14; Juan 8,1-11

Delegado Arquidiocesano para la Pastoral

Vocacional y Movimientos Apostólicos