En medio de todas las situaciones difíciles, incomprensibles y oscuras que puedan acontecer en nuestra existencia, sólo la fe en Cristo con su cruz victoriosa nos sostendrá y quien persevere hasta el fin se salvará. Todo pasará: la fama, el prestigio, los honores, los reconocimientos; todo esto será efímero y pasajero si no tiene como centro a Cristo.
La puerta estrecha que es la cruz, será el lugar donde Dios nos llene de fuerza. Ella dará sentido a toda nuestra vida e iluminará al ser humano para que no se pierda en trivialidades innecesarias y alcance la verdadera felicidad.
El profeta Malaquías advierte que llegará “un día”, en el que todos los orgullosos y malhechores serán como paja. La paja es frágil y basta una chispa de fuego para quemarse.
El orgulloso, el soberbio, “aquel día” se abajará y reconocerá que todo lo que tiene es recibido de otro; que nada podrá hacer sin la solidez de la fe, porque solo por el Señor, cuanto se haga será fecundo. Sólo Cristo nos revela quién es “el hombre” y cuál es la finalidad de su existencia.
Por el sacramento del bautismo, entonces, se nos ha hecho participar de la pascua de Cristo, para que toda nuestra existencia adquiera sentido y pueda llegar con gozo a su plenitud. Ya el nuevo templo es la Iglesia, constituida por hombres y mujeres con la misión de ser luz y sal de la tierra. Se pide a la Iglesia el bautismo para que por él se dé al candidato la fe y por ella la vida eterna, la cual le permitirá vivir como hijo (a) de la luz en toda su vida. La fe hará que cada momento de
adversidad tenga un sentido de crecimiento y cada triunfo humano sea concebido en la Gloria del Padre. La mayor certeza será sin duda que frente a las dificultades de la vida presente: “Ni un cabello de nuestra cabeza perecerá y que con nuestra perseverancia salvaremos nuestras almas”.
Delegado arquidiocesano para la Pastoral Vocacional y Movimientos Apostólicos

Malaquías 3,19-20a; Salmo 98; 2 Tesalonicenses 3,7-12; Lucas 21,5-19