Pbro. Rubén Darío García


Apocalipsis 7, 2-4.9-14; Salmo 24; 1 Juan 3, 1-3; Mateo 5, 1-12ª
El término Apocalipsis significa revelación. Dios revela sus designios, los cuales trazan para el ser humano la vía de la máxima felicidad y se revela Él mismo para que el hombre y la mujer puedan encontrarlo.
Aquellos que logran ser plenamente felices quedan como “separados” de quienes no lo son. Separado se dice “santo”. La liturgia aclama al Dios tres veces Santo; proclama a Cristo “solus sanctus”; celebra a los santos.
Nosotros hablamos también de los santos Evangelios, de la Semana Santa; estamos además llamados a ser santos. La santidad parece reservada a Dios, inaccesible, pero constantemente se atribuye a las criaturas.
La santidad divina no sería únicamente su trascendencia (más allá de lo corpóreo), incluye todo lo que Dios posee: riqueza y vida, poder y bondad. Entonces, por ser estos atributos propios de Dios, Él es celoso de su derecho exclusivo, es decir, sólo a Él se le debe el culto y la obediencia y, como tal, quiere ser reconocido.
Sólo Él es el Santo: “en medio de ti -pueblo escogido- yo soy el santo” (Os 11,9). Esta presencia activa de Dios confiere al pueblo una santidad que no es meramente ritual, sino una dignidad que exige una “vida santa” y viene caracterizada por la fe y la confianza sólo en Él y no en las propias fuerzas humanas o en el poder de los pueblos o los imperios.
Cristo es la manifestación plena de la santidad divina, y por Él vienen santificados los que lleguen a creer: “Yo me santifico para que ellos sean santificados” (Cfr. Jn 17, 19-24). Los santos deben ser entonces los creyentes en Él. En efecto, por el Espíritu Santo, dado en el Bautismo, participa el cristiano de la misma santidad divina y tributa a Dios el culto verdadero ofreciéndose con Cristo en sacrificio santo: “Como ofrenda permanente siendo hostias vivas” (Rom 12,1). Esto significa que, como partícipes de esta elección divina, los bautizados rompen con el pecado y con las costumbres del mundo y obran según la santidad que viene de Dios y no según la prudencia carnal. Esto porta en sí mismo tribulación y combate espiritual permanente (Cfr. 2 Cor 1,12).
Aquí toman sentido las imágenes que nos presenta el libro del Apocalipsis. Las pequeñas comunidades cristianas del origen retan la solidez del Imperio Romano, su fuerza y su potencia. En efecto, aquella solidez no era eterna: el grande imperio era frágil y podía caer en cualquier momento. El Imperio, divinizando a su emperador y a la metrópoli Roma, toleraba cualquier creencia, cualquier tipo de religión con tal que todos adorasen al emperador. Los creyentes en Cristo no, porque ellos tenían muy claro que: No hay bajo el cielo otro nombre más que Jesucristo, con una certeza: a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, a Él sólo adorarán, a Él únicamente darán culto. Allí se fundamenta la persecución de los primeros siglos, la sangre de los mártires, la semilla de nuevos bautizados.
La descripción de los 144 mil marcados con el sello, es un símbolo de la plenitud cristiana: 12 más 12 es la representación de todo el pueblo de Dios y mil era un factor de plenitud; por tanto 12 mil multiplicado por 12 = 144 mil, simboliza la gran multitud; es un símbolo de optimismo de frente al futuro: “¿Quiénes son aquellos vestidos de blanco? “Estos son los que pasaron por la gran tribulación, y lavaron y blanquearon sus túnicas en la sangre del Cordero”. Este es el grupo que busca al Señor, el séquito de santos que han llegado a creer en Él: los mansos, los humildes, los que trabajan por la paz y la justicia, los misericordiosos y… los perseguidos por causa del Evangelio. Y tú estás llamado a ser miembro de este grupo: ¡Qué inmensa alegría!
Miembro del Equipo de Formadores en el Seminario Mayor de Manizales
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