Job 7,1-4.6-7; Salmo 146; 1Corintios 9,16-19.22-23; Marcos 1,29-39

Rubén Darío García, Pbro.

LA PATRIA | MANIZALES

¿Te ha sucedido que en un momento de reflexión personal te das cuenta que tus días se suceden con excesiva rapidez y te asusta el pensamiento de la muerte? Quisiera animarte a entrar en el conocimiento del libro de Job, en la Biblia. Con cierta frecuencia escuchas la frase: "con la paciencia del santo Job". Sin embargo, el libro tiene una exposición maravillosa que desvela mucho más de lo que habitualmente se desea expresar con aquella máxima. Job es la existencia del ser humano, la tuya y la mía, es tu vida y la mía.

El libro de Job ha sido escrito hacia el siglo V a. J.C., cuando el pueblo de Israel fue desterrado a Babilonia. Imagina este tiempo particular de desolación y abandono, de soledad y angustia. Job, no es sólo la expresión de un dolor individual sino también el eco dolorido de un pueblo traumatizado por el destierro, la destrucción de la ciudad santa y del templo y la desaparición de las instituciones en las que se apoyaba la vida civil y religiosa de la comunidad. Lo mismo que Job, Israel es un pueblo que se siente agonizar: “Andan diciendo: se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo se ha terminado para nosotros” (Cfr. Ez 37,1-14). También Job eres tú y soy yo. Tu vida en muchos momentos la ves entrar en desesperanza frente a la fatiga, sin sentido muchas veces, del peso de los días: “el hombre está en la tierra cumpliendo un servicio, sus días son los de un jornalero, aguarda el salario. Mi herencia son meses baldíos, me asignan noches de fatiga; al acostarme pienso: ¿cuándo me levantaré? Se alarga la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba”.

Aquí el autor del libro de Job, presenta el lado amargo y negativo de la vida. Compara la vida del ser humano con la del mercenario y la del esclavo, que gastan su vida en servicio de los demás sin recibir a cambio más que un salario bien recortado, en el mejor de los casos. Realmente una existencia así es una vida de desencanto. A lo único que puede aspirar el hombre es a que pase pronto: “mis días corren y se consumen sin esperanza. Recuerdo que ¡mi vida es un soplo, y que mis ojos no verán más la dicha!”.

Si miras desde la edad que tienes ahora hacia atrás, podrías experimentar dos tipos de sentimientos: la alegría de haber vivido plenamente sin remordimientos por el tiempo pasado o la angustia de llegar a este momento sin haberte gozado cada momento de la existencia y descubrir que ¡no has sido feliz! Entras, por tanto, en la pregunta del ¿para qué?: todo este desgaste diario, este afán por conseguir dinero, por producir aceleradamente, esta codicia de títulos intelectuales... ¿para qué? ¿Qué finalidad tienen si ahora no soy feliz? Será que al hacer el balance de todos tus años vividos hasta hoy, ¿te encuentras con un “cadáver cuyos huesos resecos e inertes yacen esparcidos por la vega”? (Cfr. Ez 37, 1-4).

En el salmo y en el Evangelio que hoy escuchas se te da la respuesta a tus interrogantes y la solución a todas tus desesperanzas; aparece el lado dulce y positivo de la vida: “El Señor sana tu corazón destrozado, venda tus heridas… y te llama por tu nombre”. Jesucristo es quien puede curar tus enfermedades, devolver el sentido a tu existencia, expulsar todos tus espíritus inmundos: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia, pereza y darte las razones del ¡por qué y el para qué sufres! Él ha venido a predicarte la Buena Noticia: ¡“Quien cree en mí no morirá”! Es por esto por lo que “todo el mundo lo busca”. Si quieres, Él puede tomarte de la mano y ¡levantarte!, esto es, resucitarte de tu depresión, de tu cansancio, de tu angustia. Él es la Luz que te saca de tu tiniebla. ¡Él es tu verdadera Paz!

Miembro del Equipo de Formadores en el

Seminario Mayor de Manizales