Guillermo O. Sierra


Dijo Séneca alguna vez que "las cosas buenas que pertenecen a la prosperidad han de desearse; pero las cosas buenas que pertenecen a la adversidad han de admirarse". Los expertos en estos temas de la teoría de la ética y de la moral hablan con claridad cuando dicen que la templanza es la virtud de la prosperidad, así como la fortaleza lo es de la adversidad. En este sentido, me parece, que es conveniente reconocer que cuando se es próspero, es decir, cuando el resultado del trabajo muestra el curso favorable de las cosas, los temores y disgustos no faltan; en cambio, cuando las situaciones son infortunadas, adversas, las esperanzas surgen y vuelven a nacer. Por supuesto, lejos estoy de pensar en la buena o mala suerte en el trabajo.
Estas líneas para invitarlos a pensar en un tema que, estoy seguro, nos preocupa a todos (bueno…, a casi todos). La corrupción continúa, desafortunadamente, ocupando un sitial preferente en la sociedad. Y los innumerables casos de corrupción provocan escándalos (cierto, así sea uno solo). Creo que todos nos escandalizamos cuando nos informan de tales o cuales actos de corrupción; y esto sucede porque los escándalos (hablo, concretamente, de aquellos que tienen que ver con las acciones de quienes ejercen el noble oficio de la política), corresponden a un profundo sentimiento de indignación de los ciudadanos, cuando se enteran de que un político (que dijo momentos antes de ser elegido, que sería un honor representarlos) es responsable de una conducta delictuosa que, en últimas, es una traición a la confianza que en él se depositó.
En otras oportunidades, he insistido que en la idea de la Modernidad (proyecto siempre inconcluso) se sustenta la política como la confianza y el crédito que se le otorga a otro u otra para que represente los derechos y deberes de los ciudadanos. Así, me parece, funcionan los sistemas democráticos. Y el fundamento de esta relación de nuestras democracias (en plural) se cimienta en el rango representativo de los gobernantes. Por eso, es necesario entender que este carácter representativo conlleva el hecho de que los ciudadanos puedan pedir (¿exigir, será el término?, quizás) explicaciones a aquellos que los representan cuando se enteran (o como mínimo, intuyen) que sus intereses no están siendo considerados o vulnerados.
Para decirlo con otras palabras, el fundamento de toda representación política está en la responsabilidad, lo que significa que los políticos deben rendirles cuenta a los ciudadanos de lo que hacen o dejan de hacer. La inquietud aparece cuando representantes y representados sepan con total claridad cuáles son las reglas de juego, cuáles son las normas que controlan y regulan las actuaciones de los políticos; cuáles son sus límites. Los límites existen, ciertamente. Y para todos demarcan situaciones prósperas o adversas.
Desde esta perspectiva, quizás podamos entender que pueden darse, por lo menos dos escenarios para entender los escándalos cuando se dan hechos de corrupción: uno, porque de antemano los que quieren representar a los ciudadanos no tienen idea de cuáles son sus deberes y entonces no saben a qué atenerse; y el otro, porque no parece posible establecer con claridad tales límites, y campea, entonces, el reino de las incertidumbres en el ejercicio de la política.
Frente a este panorama, no me inquietan los ciudadanos cuando se escandalizan y ponen, como dicen nuestras abuelas, el grito en el cielo porque éste o aquel político al parecer tuvo una conducta indecorosa. Los escándalos, bien lo dice el experto en estos temas, Fernando Sánchez Jiménez, son procesos abiertos que "consisten en la creación de un clima de opinión propicio para la estigmatización de un agente político concreto mediante su adscripción a un estatus moral inferior".
El llamado que hago en esta columna es para que, por un lado, no perdamos de vista que antes de arrancar el partido, conviene tener las reglas claras; y por el otro, que no conviene desestimar que en la creación de un ambiente de opinión, es necesario considerar a los políticos, los medios de comunicación, los líderes, en la medida en que se dan distintas versiones de los hechos (o de un mismo hecho). Esto es un factor decisivo, siempre, en el esclarecimiento de lo que realmente ocurrió.
Tal configuración de lo que podría ser próspero o adverso en el terreno social y político depende de la exigencia de una conducta moral correcta. Y tal exigencia vale para quienes representan como para quienes son representados. Habría que actuar con mucha sindéresis cuando se trate de establecer los límites de las actuaciones. El hecho de que muchos, una mayoría, compartan una misma idea, no significa necesariamente que sea una postura moralmente correcta. No creo en las superioridades morales.
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