Guillermo O. Sierra


La Navidad es una época propicia no solo para pensar los unos sobre los otros, considerando grandes dosis de amor, compasión y solidaridad. Y también -ha sido tradicional- un período de terminación de muchas cosas: de organizaciones colectivas e individuales, al igual que de dar cuenta de gestiones en las empresas, así como de finalización de una etapa de estudios, tanto para bachilleres como para aquellos que culminan sus estudios en la educación superior.
Hoy, desde este espacio, que generosamente me otorga LA PATRIA, quisiera pensar en nuestros graduandos de las universidades (pregrados y posgrados). Muchos reciben un cartón que los acredita como altamente competentes para contribuir con el desarrollo local, regional y nacional. Quisiera pensar que su título es una especie de llave que les servirá para aprehender lo que es el fundamento de las acciones en una vida dedicada al trabajo, la que como lo decía Hannah Arendt es una actividad de los seres humanos que está relacionada con la producción de cosas para la vida. Se trata, para decirlo en palabras del joven Marx, de una especie de “metabolismo” entre el hombre y la naturaleza. Quienes reciben su título de profesionales deben comprender, por lo tanto, que por medio del trabajo se produce lo que es vitalmente indispensable para el cuerpo humano y para la sociedad misma.
En consecuencia, es fundamental que los profesionales entiendan la necesidad de asumir posturas cuidadosas y rigurosas, con el ánimo de que observen muy de cerca las prácticas cotidianas de los seres humanos, esas mismas que parecen insustanciales, superfluas, pero que son determinantes en el desarrollo mismo de las competencias que los graduandos aprendieron en las teorías. En este sentido, conviene insistir en que el trabajo es mucho más que una actividad para solucionar demandas materiales y existenciales. Es un hecho que trata sobre las personas, sobre sus relaciones entre ellos, con la sociedad y con el mundo. Los profesionales de nuestras universidades -las de la ciudad de Manizales- deben saber que son competentes para hacer circular los sentidos de sus profesiones, los símbolos que las caracterizan, los deseos, sueños y esperanzas individuales y colectivas. Comprender esto es comenzar a cumplir al mandato moral y político que como universidades tenemos, y que emana de la sociedad misma.
Los profesionales son portadores no solo de sus saberes y experticias, sino -y esto es de mucha trascendencia- de valores. Justamente por ello, sus trabajos producen un efecto transformador, máxime si se tiene en cuenta más que por la forma como lo hacen, por la manera como lo dicen. Sin el lenguaje cualquier acción pierde su carácter de cambio. Nuestros actos cobran sentido por la palabra. Producir sentidos, definiciones referencian valores y convicciones, solidaridades y lealtades. Así, la producción material debe ser integrada a la producción narrativa, a lo discursivo. Walter Benjamín lo expresa mucho mejor: “…la huella del narrador, como un vaso de arcilla, lleva la mano del artesano.”
He aquí, por qué insisto, una y otra vez, en la eterna conjunción entre lo racional y lo razonable, es decir, entre el saber-hacer y los valores. Me parece que se trata de comprender que la racionalidad se define por la aplicación de los principios prescritos por la ética. A partir de aquí entiendo que nuestros profesionales -los de todas las universidades nuestras- son personas de valores y de palabras. Tal es mi confianza en ellos.
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