Jorge Enrique Pava


A medida que pasa el tiempo y que se conocen realmente los acuerdos de La Habana, crece la incertidumbre y se acentúa el escepticismo al no encontrar respuesta a muchas de las inquietudes que surgen de lo acordado. Creo que ningún colombiano quiere que esta guerra continúe, ni que se siga masacrando a nuestra población y acabando con la esperanza de vivir en un país en paz.
Es innegable que los acuerdos firmados tienen cosas positivas y esperanzadoras. Como, por ejemplo, la declaratoria de cese al fuego bilateral que nos trae tranquilidad y nos permite vislumbrar una Colombia diferente.
Pero yo pregunto como simple ciudadano que se tomó el trabajo de leer los acuerdos:
¿Por qué -como dice con una cínica risotada el expresidente Gaviria- se les olvidó incluir en los acuerdos iniciales la liberación de los niños reclutados? La entrega de las armas se dará dentro de los seis meses posteriores a la firma del acuerdo, que será a finales de septiembre; ¿significa esto que efectivamente llegaremos al día de la votación del plebiscito (2 de octubre), bajo la amenaza de los fusiles aún humeantes y manchados con la sangre de ciudadanos inocentes? Si se ha probado con suficiencia el maltrato a miles de niñas reclutadas a la fuerza, violadas y obligadas a abortar, ¿cómo pueden las Farc constituirse en garantes y adalides de la defensa de los derechos de la mujer? Se va a tramitar una nueva reforma tributaria encaminada a la financiación del posconflicto; ¿por qué, siendo las Farc inmensamente millonarias, no se les obliga a que, a título de reparación, también entreguen su fortuna para financiarlo? ¿Cuál ha sido la demostración de arrepentimiento de las Farc por la inmensidad de delitos cometidos?
Estos interrogantes son apenas algunos de los muchos que surgen de la lectura de los acuerdos, y que refuerzan la necesidad de que el pueblo se manifieste en contra de gran parte de las concesiones que se les dará, a título gratuito, a los terroristas de las Farc. Por eso están equivocados quienes tildan de enemigos de la paz a los promotores del voto por el No. Porque votando por el No, no se estaría retornando a la guerra; ni se estaría retrocediendo el País a un estado de conflicto sin solución. Por el contrario, de ganar el No, se estaría reforzando la democracia y se le estaría reconociendo a las mayorías su capacidad de decidir y su poder para reformar aún lo que en la práctica se nos ha impuesto casi unilateralmente.
Que hay sapos inmensos que nos tenemos que tragar, ¡obvio! Es lógico que en un acuerdo de esta naturaleza haya que transigir y ceder en algunas cosas. Por eso aceptamos que se les ceda curules en el Congreso y se les permita entrar en el juego democrático. Esto nos dará la oportunidad de enfrentarnos en las urnas y bajo argumentos de verdad, y hacer uso de la dialéctica en reemplazo de la violencia. Claro está, mientras no suceda -como está sucediendo- que ante un elector legítimo que solo tiene como arma para esgrimir su voto el día de elecciones, las Farc sigan con el poder de esgrimir sus fusiles, su dinero, su poder de intimidación y sus métodos violentos antes, durante y después de los eventos electorales. Porque aquí entonces la desigualdad es total y el avasallamiento seguirá dominando.
El presidente Santos afirma con soberbia que la Corte Constitucional le dio la facultad de hacer la pregunta en el plebiscito “como le dé la gana”. Pues bien: aún dudando de que sea decisivo lo que vamos a votar (ya que se trata de un simple “apoyo” y no de una “aprobación”), hay que decirle que si a él la Corte Constitucional le dio esa facultad, a nosotros, al pueblo, la Constitución nos da la facultad de votar por el No, porque nos da la gana, y no por eso debemos ser lapidados, ni estigmatizados, ni censurados. Porque, repito, de ganar el No, se estaría obligando a replantear muchas de las concesiones injustas que hoy se le están dando al terrorismo, y no necesariamente volviendo al estado de guerra inicial.
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