Jorge Enrique Pava


He tenido en mi alma la más pura intención de creer en la paz de Colombia. He tratado por todos los medios de convencerme de que estamos llegando a un feliz término y de que habrá luz al final de este túnel. He tratado de alejar de mí todo ese temor al fracaso y todos los resquemores que se me han formado durante una vida de asedio, miedo, violencia, persecución y desengaño. Pero es una tarea difícil y cada vez pierdo más la credibilidad en esta paz que se nos pinta como la panacea. Porque ya no se trata solo de perdonar a los enemigos, ni de olvidar que han truncado generaciones enteras buscando riquezas personales y acudiendo a todo tipo de comportamientos inhumanos, terroristas y desalmados. ¡No! Ahora también se trata de perdonar a los amigos. A esos amigos encarnados en políticos que resultaron aliados del terrorismo y coadyuvando sus prácticas para obtener beneficios a cambio de su apoyo.
Y esta es una tarea más difícil. Porque resultamos rodeados por todo el mundo y traicionados por aquellos en quienes depositamos la confianza y el voto para que nos gobernaran. Porque de un momento a otro, resultamos gobernados por quienes nos han asesinado y ultrajado, gracias a los acuerdos con quienes el pueblo les dio el poder legítimo y decidieron declinarlo a favor de los perversos terroristas.
¿Cuál será peor? Al menos con los terroristas de las Farc sabemos que no podemos encontrar nada, ni albergar esperanza alguna de obtener benevolencia, decoro o humanismo. Ante ellos sabemos muy bien a qué atenernos. Pero ante sus aliados vestidos de civil y amparados en credenciales de congresistas, magistrados, jueces o políticos no sabemos cómo proceder. Ante facinerosos que utilizan sus curules y cargos para pactar en secreto la claudicación de la patria y llenar sus bolsillos con las dádivas del Gobierno, es imposible obtener algo positivo. Ante personajes sin fundamentos éticos que de la noche a la mañana resultan ser adalides de una paz desconocida, arcana, misteriosa y degradante, no podemos luchar con esperanza de triunfo.
Porque, ¿desde cuándo esas instituciones contra las que decían luchar las Farc resultaron buenas, reconocidas, legítimas y respetables? ¿Desde cuándo desaparece la desigualdad social en la que se han amparado siempre los terroristas farianos para proteger su lucha? ¿Desde cuándo un presidente de la República, unos magistrados, unos congresistas, unos políticos desgastados pasan a ser interlocutores válidos para tratar temas de país con los todopoderosos asesinos de las Farc? Pues desde que ese presidente, a través de la mermelada, logró encontrar el precio de esos congresistas, de esos magistrados y de esos políticos desgastados y decidieron entregar su poder a un grupo de apátridas que, desde ya (y tal vez desde hace tres años), son quienes legislan, determinan, mandan, juzgan, sientan doctrina y dominan el país.
Por todo esto -y muchas otras cosas- me es difícil entonces creer en la paz de Colombia. Porque es una paz rodeada de mentiras, de embustes, de declinaciones, de indignidad, de degradación. Porque es una paz desconocida para todos y, aún así, nos van a obligar a votarla para vanagloria de unos pocos.
Yo les pregunto a los amigos incondicionales de esta farsa llamada proceso de paz de La Habana: ¿habrá esperanza de algún cambio si esos terroristas a quienes hoy se les entrega el País llegan a gobernarnos de la mano de quienes nos han dominado durante años y que han sido el origen de la debacle institucional? ¡No señores! Lo que se prevé como final de esta farsa es la ampliación de comensales en una mesa servida para pocos y que, dados al dolor, quienes han tenido el privilegio de alimentarse con sus viandas, hoy deciden abrir un espacio para que entren otros de igual calaña a repartirse lo servido.
Pero de ahí a que sea la panacea para el pueblo colombiano hay mucho trecho. Porque éste seguirá sufriendo necesidades, hambre, incultura, ausencia de salud, etc., mientras ve cómo el país se les reparte a los mismos de siempre, más a unos cuantos que supieron llegar violentamente y ganaron su guerra. Por eso definitivamente no creo en esta farsa llamada paz.
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