Óscar Dominguez


El correo electrónico enterró las cartas manuscritas. Los carteros de hoy solo entregan prosaicas cuentas de servicios, áridos extractos bancarios, notificaciones de un juzgado que nos busca por pisotear incisos, o de las autoridades que nos persiguen por no respetar la cebra.
Los perros se han quedado sin a quién morder. Por debajo de la puerta no se oye el murmullo de la carta que viene de lejos.
Nada que huela a poesía, ternura, amistad, nostalgias, volvió a llegar. Vivimos el bostezo de los buzones.
En casa, gracias a una hermana coleccionista de olvidos, conservamos las cartas dibujadas que mi padre le escribía a su frágil Dulcinea, María Genoveva, nuestra fallecida madre.
Eran cartas en tinta negra, como los trajes con los que se casaron con otras veinte parejas una fría madrugada de 1942. Lástima no conservar el encabador con que el novio se despedía de su amada con metáforas como ésta: “Y sin más, recibe en la humilde queja de un suspiro, mi doliente corazón”.
También conservo las cartas de mi madre cuando estudiaba para papa en La Linda, aquí abajito de Manizales. Sus cartas empezaban siempre así: “Recordado hijo”, y por ahí se metía.
Un párrafo después me estaba tirando línea: Manéjese bien, estudie, no pelee, no juegue tanto fútbol, mérmele a su ajedrez, no se junte con malas compañías, rece al levantarse y al acostarse, no olvide confesarse y comulgar, lea, respete a los mayores...
Del ajedrez de mi vida sentimental conservo cartas de algunas novias, todas bellas. Con el perdón de las feas, no tuve puntería para ellas.
Mi primer amor me despacha hacia el olvido con un encabezado que me dañó el desayuno de todas mis vidas. Dice con su caligrafía de pianista perfeccionada acariciando nocturnos de Chopin: “Óscar, examigo, ahora simplemente conocido”.
Guardo esa carta de destitución fulminante en el libro “Taquigrafía Gregg simplificada”, de pasta dura, colores rojo y amarillo pollito, en el que nos enviábamos la correspondencia gracias a la complicidad de una hermana mía. De ese amor queda ese libro de taquigrafía, convertido en fetiche, que me acompaña con fidelidad de perrito de la Víctor.
Otra chica que se ponía el Chanel de su hermana - como yo las gafas Ray Ban de mi hermano para parecer misterioso e interesante ante el hembraje-, me notifica: “Sufrirás, todo el que me hace sufrir, padecerá”.
Y otro amor, para no alardear más, se queja dulcemente porque deserté para irme a Bogotá detrás de “esa mona”. Me envió de regalo un beso estampado con “rouge”, como se llama al pintalabios en el tango de Larroca.
En una nota que escribí para la revista El Malpensante recordaba que Jesús el Nazareno también escribió a mano. Lo hizo en el episodio de la mujer adúltera que solo narra san Juan.
Vendería mi alma a Dios por saber qué escribió Chucho. Sospecho lo que escribió: “Estos tipos tienen huevo: ¿Cómo voy a condenar a este churro?”).
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