Óscar Dominguez


Abuelo Tomás Elejalde:
Le cuento que no cabía una jaculatoria más en la Iglesia de Santa Teresita donde hicimos quórum para celebrar su vida, no para lamentar su muerte. De lo que se dijo en presencia de sus cenizas y de un retrato suyo en blanco y negro, se deduce que pasó sus días y sus noches practicando el verbo servir.
La misa no tuvo presa mala. Ni la parte religiosa, ni la pagana. Escuchamos textos del libro de la Sabiduría y un fragmento de san Mateo, y tangos que le gustaban, según su hijo Juan Santiago: El día que me quieras, Uno, La Pastora, Sur.
Santa Teresita, la patrona, nunca había asistido a una misa en la que sollozara un bandoneón como el de Óscar “Pichuquito” Pelayes. Nos sentimos en la iglesia y en El Patio del tango, donde jugaba de local.
Cuando su hija Mónica, de lágrima fácil, leyó el texto bíblico alusivo a los justos miró su retrato. Quería significar que parecía escrito para la ocasión.
Los jefes de su hijo Tomás, gerente del Metro, el gobernador Luis Pérez y el alcalde Fico Gutiérrez, quien lucía corbata incautada a algún ascensorista de La Alpujarra, ocuparon la primera fila. Antes habían dado el pésame y los abrazos de boa de rigor a doña Lucelena, su esposa, y al resto del contingente Elejalde Escobar. La nietamenta que tomará la posta “cuando llegue la ocasión” hizo bulliciosa presencia para despedir al abuelo.
Sus contemporáneos, “muchachos de antes que no usábamos gomina”, habíamos madrugado a cumplir el ritual de leer los obituarios del periódico. No encontramos la noticia de nuestra muerte pero sí la de su partida. (Hubo aplausos para las dos damas que le cuidaron durante su silencio).
Que no falten sus colegas ingenieros de la Escuela de Minas y sus compañeros de Empresas Públicas. Sospecho que en cada gota de lluvia veía una hidroeléctrica en miniatura.
Se tenía muy bien guardado un secreto: En los años cincuenta, era el encargado de llevar en bicicleta los rollos de las películas que veíamos los aristócratas de gallinero que frecuentábamos los teatros Aranjuez, Laika y Berlín.
A cualquiera se le mejora la hoja de vida cuando recuerda que compartió momentos con gente integra, sin lapsus en su hoja de vida, generosa, como usted, vecino Tomás.
Muchos años después de compartir calles de Aranjuez, combatimos juntos la tusa de la nostalgia cuando se desempeñó como gerente de Proexpo, en Hamburgo, Alemania, su segunda patria, donde se graduó de bávaro paisa.
“¿Qué es un pueblo sin anís, qué soy yo sin aguardiente?”, recitábamos de Diego Calle mientras le veíamos el fondo a una botella y evocábamos alineaciones del Nacional. Su yerno admitió que su único “pecado” fue ser hincha verdolaga. En lo demás sacó cinco admirado. Queda exonerado de exámenes para ingresar al nirvana.
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