Óscar Dominguez


Con cierta cosita veía llegar la Semana Santa por entre las tiendas del almanaque. Sabía que el menú casero incluiría pescado seco. O sardinas que habían naufragado en un mar de salsa de tomate.
Hasta los inofensivos y tempraneros pecados de la carne quedaban erradicados de nuestra estricta dieta semanasantera.
Tenía más carne un pensamiento de san Luis Gonzaga que los viernes de nuestra niñez. El pescado seco colgaba al aire como una bandera derrotada. Ni la desalinización lo volvía digerible. El olor que despedía era como para dudar de la existencia de todos los dioses. El señor Alzheimer tiene la pésima costumbre de recordarme ese olor cada año.
Pese a los descomunales esfuerzos de nuestra Ferrán Adriá de cabecera, mamá Geno, ese pescado no se lo comía un preso. “Comida se le da, ganas no”, nos repetía a los retrecheros.
Ni con el Magníficat me entraba el dichoso pescado. Desde entonces mis relaciones gastronómicas con ese “personal” que tiene el agua por hábitat no han sido las mejores. El agua y el pescado me los pueden dar en atardeceres, vuelos de colibríes, o en habilidad para jugar -no necesariamente ganar- bellas partidas de ajedrez.
Claro que de pronto me doy mis sabáticos piscícolas y le entro a un buen pargo del color del Poderoso DIM, que no falte el atún, un salmón que cogió olor y sabor nadando contra la corriente de regreso a casa. En épocas de vacas gordas me sacrifico despachando una langosta. No vayan a creer. No les he levantado el veto a las sardinas enlatadas de las que hablé al principio. Se me hacía todo un misterio de la Santísima Trinidad entender cómo tantas sardinas se apretujaban en tan poco espacio durante tanto tiempo. Su sabor era poco ameno, para utilizar un adjetivo nada sustantivo. Para equilibrar un poco el menú, la Semana Santa venía con el impajaritable estrén de pie a cabeza. Salvo cuando tocaba “estrenar viejo”, quiero decir, ponerse el pantalón heredado del hermano mayor, así se notara fatiga de metal en los cuartos traseros de tanto usarlos.
Tocaba domesticar los zapatos nuevos subiendo la cuesta del museo de Pedro Nel Gómez en el resisterio del mediodía en la procesión del Viernes Santo.
Que no falten en el ceremonial la confesión y la comunión. Cometíamos pecadillos que no daban para diez segundos de purgatorio. Opté por recitar pecados ajenos para no dormir a mi confesor. Tampoco tenía claro cómo darse en la jeta con la muchachada, jugar fútbol, desobedecer, asaltar la cartera materna para ir a cine, podía llevarnos a la paila mocha. Lo que más me gustaba de la Semana Santa, incluidas las homilías del padre Barrientos, era el lunes de Pascua. El pescado fresco y las sardinas se iban con su olor a otra parte. Y su majestad la carne volvía a nuestra mesa.
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