Óscar Dominguez


In illo témpore, por estos días, había comida de fraile para todos en el seminario de La Linda, cerca de Manizales. El 28 de agosto, día del nacimiento del fundador,
los Agustinos echaban -echan- la casa por la sacristía. Había misa de dos yemas. En latín, claro, y de espaldas al respetable.
Todo en memoria del libertino obispo de Hipona que dejó colgada de la brocha a Floria Emilia. En una novela, Floria le ajusta cuentas a Aurelio por haberla cambiado por la árida teología.
“Ante omnia, fratres carissimi, diligatur Deus, deinde proximus…”, empieza la regla de Agustín en el latín que hemos olvidado. (= Primero amar a Dios y luego al prójimo…).
Como Dios a veces hace las cosas bien, fui llamado, no escogido. Nos reclutó en Aranjuez el padre Iván Vásquez.
En la redada caímos Rodrigo Arango, los Velásquez, los Pizarro, los Tobón, Galileo Aristizábal, monseñor Alejo Castaño, obispo
de Cartago…
Nos fue bien a los pichones de fraile: no nos tocaron curas pedófilos. Cero acosos en una época en que la sota de bastos, las perturbadoras aldeanas de La Linda, o los tobillos de actrices que veíamos a hurtadillas en el diario La Patria, nos alborotaban la bilirrubina sexual. (Lo que nunca imaginé es que alguna vez escribiría en este periódico. El azar se da sus licencias).
Era la época en que las mamás soñaban con tener un cura en casa. De paso se ahorraban piernipeludos incómodos.
No me aburrí un segundo en el seminario. Sospecho que las bases culturales y morales que nos dieron nos ayudaron para andar por “el mundo”, como se le dice eufemísticamente a la vida que fluye lejos de los conventos.
Deserté porque al tercer año de seminario no volvieron mis amigotes de pilatunas. Me tocó regresar a casa en incómoda Flota Arauca. Había llegado a Santágueda en Superconstellation de Avianca, que era como volar dentro del ruido.
En La Linda aprendí a jugar ajedrez, una forma de la felicidad (gracias, Ramón Franco). Cuando amanezco escéptico o “aceptablemente ateo”, juego ajedrez, o leo al padre Hernando Uribe, y vuelo a creer en Dios que se totea de la risa con mi ateísmo de dos pesos.
También aprendí en el seminario a ser lagarto. Logré que me permitieran barrer la biblioteca. Leía más de lo que barría. No recuerdo qué lecturas pero eran las sugeridas por el Index librorum prohibitorum (¡cómo sabemos latín Wikipedia y yo!). Este pecado no lo confesaba porque corría el peligro de que me triplicaran la penitencia y me amenazaran con la paila mocha.
En el seminario conseguí quién me casara: el padre Carvajal, profesor de preceptiva literaria. Nos matrimonió hace 43 años en la capilla privada de la bogotana iglesia de Suba. Asistimos los novios, por razones obvias, y cuatro padrinos. Nadie más.
Unos tardíos agradecimientos a san Agustín. Creo que es suya la doctrina de que la riqueza no está en tener mucho sino en necesitar poco. Gracias a este pragmatismo teológico muchos hemos sido ricos sin plata. Aunque, lo repito, me habría gustado haber sido rico solo por mera curiosidad…
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