Óscar Dominguez


El hombre de internet debería tener librero, médico, jíbaro, abogado, párroco y sastre propios.
Sean estos párrafos un anoréxico homenaje a los sastres, aquellos virtuosos de la aguja que nos visten “para podernos presentar decentes en la escena del mundo”, digámoslo con mi pariente Gustavo Adolfo Domínguez, simplemente Bécquer.
El reconocimiento es sobre todo para aquellos nostálgicos sastres sin prestaciones, sin asiento de voyeristas en primera fila de Colombiamoda, con tijeras arcaicas en lugar de sofisticado láser, y sin anoréxicos centímetros en la prensa.
Los veo locuaces, alegres, camelladores, en sus talleres, ganando el pan con el sudor de la melancólica Singer que solloza como si fuera un bandoneón.
Que san Homobono, italiano, patrono del gremio, les mejore el currículo y la cuenta bancaria. Para los regalos, el día clásico de los profesionales del dobladillo es el 28 de octubre.
Dos sastres he tenido en esta encarnación: Mamá Geno quien confeccionaba mis pantalones bombachos con cargaderas, y Chucho, de quien fui conejillo de indias antes de que se convirtiera en uno de los dedales más diestros de la pasarela.
Con mis bombachos no me cambiaba por Christian Dior ni mano a mano.
En el campo sartorial el caleño Chucho fue la prolongación de mi madre. A Jesús Valencia, Jeval en sus inicios, reencarnado en moderno Valencia Sartorial, lo distingo desde los años setenta en Bogotá cuando éramos ricos sin plata, felices y documentados a medias.
Hoy se da el lujo de seguir a distancia, desde la comodidad de su hamaca caleña, eventos como Colombiamoda que reunió en Medellín a los grandes egos de la alta costura. Sus herederos están atentos al último berrido. Y giran.
Como la historia se repite, en mis primeros setenta han reaparecido los bombachos con otra estética. Al igual que las golondrinas de Bécquer, volví a las cargaderas para que los calzones no sigan “cuesta abajo en su rodada”.
No es por humillar pero en mis mejores tiempos de reportero, mi oficio verdadero, Chucho fue mi sastre, una vez agotado el cursillo de conejillo.
Aligerado de vanidades, renuncié a los sastres y simplemente espero que mi ropa vieja se ponga de moda.
Comíamos bajo el mismo techo. La rica sazón corría por cuenta de doña Lucía Reyes, una ráfaga boyacense madre del fallecido gourmet-gourmand, Álvaro Vasco, otro conejillo de indias en el garaje-taller de Jesús en el Chapinero bogotano.
Le atribuyo a las inspiradoras viandas que preparaba doña Lucía el éxito de Chucho en su destino de sastre. Ella también tiene acciones en la prosperidad sin plata de este palabrotraficante, como me bautizó un aplastateclas chapetón.
El gremio de los sastres tiene poeta propio, el nadaista Jotamario, deudor moroso de Valencia Sartorial, quien le cantó a Chucho Arbeláez, su padre, sastre rionegrero: “Tú me diste las primeras puntadas de mi amor por la poesía”.
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