Andrés Hurtado


Tambora se encuentra en el límite norte del Parque Nacional Natural Tuparro. El internado tiene una amplia terraza-mirador sobre el río y a un lado en un alto pedestal se yergue una efigie, mejor aún, un busto del libertador Bolívar. Los que cuidan la instalación nos permitieron muy amablemente dormir bajo techo en carpas que llevábamos; Rosevelt, por su parte, había contratado a una muchacha para que nos hiciera la comida. Y este mismo día comenzamos a gozar de la fantástica serie de atardeceres y amaneceres. La configuración del río en esta parte hace que contemplemos ambos espectáculos reflejados en sus aguas. Desde una plataforma a media altura del pedestal de Bolívar, sin movilizarnos, pudimos varios días observar y fotografiar ambos espectáculos. En Tambora hicimos nuestra base de operaciones para los días que exploramos el Parque Tuparro y los ríos Orinoco, Tomo y Tuparro.
El atardecer fue un incendio de pinceladas violentas con una bola roja en el centro que iba descendiendo perezosa hasta que hundida totalmente en el horizonte lanzó rayos en todas direcciones y un tercio del cielo se tiñó de colores naranjas y violetas; así, colores más, colores menos, con inmensas pinceladas y nubarrones trágicos sobre fondos lilas, así serían todos los atardeceres de nuestra excursión. Largo rato estuvimos extasiados ante el fantástico despliegue del atardecer. No se puede pedir más a la vida. En momentos así, cuando el sol nos hace sentir su poderío y su grandeza a nosotros pobres mortales, recuerdo indefectiblemente al profeta Zarathustra cuando descendió de la montaña y se plantó ante el sol y le dijo (¡le gritó!): ¿Que harías oh sol si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas? (Es la revancha nietzscheana).
La noche estuvo escandalosamente estrellada y como en esas lejanías no hay reflejos de luces de ciudades y la atmósfera es muy limpia, pudimos gozar del “ritmo pitagórico de las constelaciones” como decía el poeta y hacia las 8 de la noche seguimos el paso de 3 satélites artificiales. Esa es la hora propicia. En una ocasión en Caño Cristales vimos 8.
Amaneció el segundo día. Todos los días hasta que sobrevenga un cataclismo universal y borre la geografía del universo, el sol le cumplirá su cita matutina a la Tierra. Nosotros ya estábamos en pie esperando las luces del alba. El sol viene desde Venezuela, del otro lado del río. Los amaneceres fueron más discretos, menos escandalosos en paletadas de colores, pero igualmente bellos. Abajo a nuestra izquierda una playa solitaria (¿por qué todas las playas bellas tienen que ser solitarias y no necesariamente al revés?) se robaba nuestras miradas y fotografías. Era la locación perfecta para una película de idilios de bellos adolescentes.
Queríamos visitar Caño Lapa. Se trata de un rincón muy escondido del Parque Tuparro en el que hay una serie de canales naturales, pocetas, cascadas, piedras enormes redondeadas, rodeado de bosque todo el conjunto. Algunos dicen que fue un lugar sagrado de los indios que vivieron hace muchos años en estas sabanas. No sé si fue sagrado, pero conociéndolo, uno se siente llevado a declararlo un santuario. Tal es su belleza, su singular y recóndita belleza.
En cuanto se diluyeron los colores del amanecer nos embarcamos remontando el río Orinoco. La corriente se ve tranquila en partes, como si fuera un lago, pero se sabe de la enorme fuerza que debe llevar el caudal de un río de semejantes proporciones. La lancha es estrecha y en cada banca solo hay espacio para una persona lo que posibilita aún más nuestra costumbre de respetar los silencios de la Naturaleza.
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