César Montoya Ocampo cmontoyao@hotmail.com
Anoche soñé conmigo. En amplio telón de blanco hiriente, un ángel que bajó del cielo, escribía lo que fue la absurda programación de mi destino. Desperté, abrí la boca en un bostezo largo, estiré el cuerpo, moví las bisagras de mis pestañas para encontrar mis ojos y me sorprendieron briznas de luz matinal que se filtraban por las rendijas de una ventana envejecida. El oído también amaneció en medio de un concierto musical. Afuera, en un patio plano, mugían los terneros, ladraban los perros, currucuteaban palomos enamorados, los pájaros entonaban canoras melodías y percibía el carraspeo de los labriegos que, con canastos al hombro, salían a trabajar en los maduros cafetales. Me vi de niño aldeano, con alpargatas camineras, corriendo por los potreros detrás de un becerro saltarín que huía para evitar su encierro, mientras yo, con rabia incontenida, lo salpicaba con madrazos. Escuché a Soledad, mi madre, en el afán de las vituallas, moviendo carbones encendidos para la sazón de los alimentos y un vapor fragante de café se apoderó de mis pulmones. En esa película de cabriolas caprichosas, resulté sentado en la escuela veredal, en medio de otros chiquillos, todos avispados, esperando que una anciana maestra iniciara las enseñanzas. Estallé en carcajadas cuando, en alborada silenciosa, me vi gateándole al bolsillo de mi abuelo para sustraerle dos pesos, entonces suma gigantesca que los despilfarré, comprándole bananos, cucas y siropes a mi gallada. Mi viejo volteaba colchones, sacaba ropa de los armarios, revisaba bolsillos, buscando su dinero, mientras yo, travieso ladroncillo, fingía estar conmovido por ese extravío.
Avanzó la película. Aparecí en un convento ensotanado, con pechera blanca y solideo, desgranando rosarios y asistiendo a varias misas matinales. Piadoso sí, los ojos prendidos de la cruz de la capilla, en introversiones místicas, rogándole a Dios por la salvación del alma. Fueron siete años de camándulas, de avemarías y padrenuestros, saludando con el santo y seña religioso “viva Jesús en nuestros corazones”. Unas doncellas morenas holgazaneaban en una casa colindante al edificio del seminario. Las miraba y el falo se encabritaba ante el espectáculo de esas hijas de Eva de carne apenas en capullo, con cinturas que parecían espadas de azucenas y unas miradas que ¡válgame Dios! eran océanos de perdición. Sucumbí ante la tentación ingobernable del sexto mandamiento y abandoné el tabernáculo sagrado.
Dí un sorpresivo brinco para zambullirme en una bohemia deliciosa. En la pantalla se iban ensanchando los trazos del ángel y ahora danzaba los foxes de Enrique Rodríguez en la garganta enamorante de Armando Moreno, con acrobacias rumberas, engarzado con una mujer de piel canela, de carnes afrodisíacas, en noche de botaretes entusiasmos, libaba con amigos licenciosos que me hacían competencia en el arte de enamorar. Resulté dándome pescozones a lo mero macho con Jorge Mario Eastman peleándonos las ternuras de una fémina apetitosa. Y era la voz de Carlos Gardel, y el Conjunto América y el Trío de Los Cuyos que inundaban los espacios del corazón con sus retumbos melancólicos.
Ahora estoy en la tribuna con Gilberto Alzate Avendaño y Fabio Vásquez Botero, el primero gagueante y sublime y el segundo de corbatín, con habla gongorina y una cabellera abundante y sumisa. Fueron los tiempos de parla grecolatina, amancebados con las metáforas, con grito clamoroso y gesto caudillesco.
Aparece Ómar Yepes haciéndome daños. Yo dominaba las multitudes salamineñas, acaparadas por los festines de marranos azules, alcoholes y tipleros. No pertenecía a su militancia. Mi presupuesto electoral llegaba a los cuatro o cinco mil votos y este Ómar en un solo sábado repartió más de 500 becas y desbarató mi trabajo de seis meses de perseverantes prédicas. Los políticos golosos siempre ganan.
De pronto este querubín impiadoso que sigue escribiendo en el tablero, me encuentra viejo. Ya no soy el mozalbete bonito de nalgas apretadas, rubicundo, con ojos tragones y mejilla de mandarina. Me pincela con arrugas profundas, ojeras amarillas, y un rictus desolado.
Tan veloz película termina. El Ángel de la Guarda desaparece. Siento el mando imperativo de mi padre que me acosa para que con los campesinos, salga al labrantío. Llovizna. Me encapucho para hundirme en la sementera buscando el trofeo de ser, en la vereda, el mejor recolector de café.
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