César Montoya


La vejez se resume en dos palabras: tedio y saturación. La vida cansa. Se transforma en fastidio, en estorbo que no se puede rechazar, en un llorar sin lágrimas, en una fatiga que paraliza.
Cuando el almanaque se agota, las alas ya no son ágiles, las piernas trastrabillan, la mirada pierde fulgor, el cuerpo agobia, el corazón claudica, la mente se cubre de nubarrones. Los años se soportan como una carga que abruma, como una masa corpulenta que se desploma sobre nuestros hombros. En la vejez desaparecen la elasticidad, el ímpetu, el entusiasmo para los fondismos, el reto viril que se le hace al destino. La cobardía es una intrusa sorpresiva que dificulta las decisiones. Se vacila, se repiensa, cunde la duda cuando hay que tomar partido. La palabra titubea, el énfasis desaparece y requerimos de una muleta mental que nos dé valimiento y seguridad.
Psicológicamente la vejez es derrota. Es un acercamiento indetenible hacia el más allá. Los excesos se repliegan y pierden asidero, el arrojo temerario queda escondido en los pliegues de una memoria frágil. Cobra sentido el vocablo miedo. La desfachatez moceril, el despilfarro de las energías, la noche que es rumba y alto voltaje en los amores pasajeros, el exprimir los años mozos hasta agotar el manantial de los zumos, se convierte en masoquismo. Llega la hora de las penitencias ante las vivencias que hubo de lujuria, con sus apetitos desbocados y los efímeros hartazgos fornicadores. Ahora es la impotencia, una saudade trágica, y un parar frente al abismo. Ya no hay futuro.
Es fatal tener que afrontar los derrumbes. De las altas montañas se desprenden bloques de hielo que crecen en los descensos hasta formar una mole gigantesca que liquida las pocas energías que restan. Impotencia, es la palabra aburrida que revela las agonías que son antesala del viaje a la eternidad. El ropaje de la pesadumbre todo lo cubre. Oscuro es el horizonte, el cielo opaco, las aguas sordas, peligrosas las claraboyas montunas.
La vejez es saturación. Es un fastidio. Lo que se pudo hacer, se hizo; el cuerpo conoció climas, los ojos descubrieron paisajes, los oídos navegaron en músicas celestes, se transitó por las alcobas del pecado, se escucharon los sollozos en la hora de los abandonos, se cayó en la cueva de Montesinos, y el alma resucitó en las alboradas. Simbólicamente hubo Gólgotas y los clavos traspasaron el cuerpo que estaba en agonía. Se murió muchas veces y hubo resucitaciones liberadoras.
Llegó la hora de partir. Atrás la vida, adelante el viaje a un Olimpo misterioso. Atrás el amor. Caduca el hambre espiritual, se cierra el espacio de las preguntas. La morriña fue una estación de maceraciones, una triste opresión del alma. El hastío colma los pocos minutos que se extinguen, los segundos hacen los últimos parpadeos y el corazón contabiliza el sofoco de los pálpitos. Se vivió con la plenitud de los sentidos y en todas las dimensiones, con los caprichos geométricos que inventa la fantasía. “Confieso que he vivido” de Neruda, es el último eslabón de una existencia inútil.
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