César Montoya


César Montoya Ocampo cmontoyao@hotmail.com
Nada más preocupante que estar en manos de los investigadores. Desde el momento mismo en que una persona sabe que los fiscales lo reclaman, sobrevienen las introspecciones sobre la propia conciencia, para indagar en qué faltas graves se ha incurrido, o qué enemigo escondido ha inventado cargos calumniadores. La citación puede ser anodina, por ejemplo para rendir un testimonio sobre la conducta de un tercero, pero mientras no se conozca el por qué de tal comparecencia, el declarante padece una tortura moral angustiosa.
¿Por qué esa cuita? Nadie quiere verse involucrado en problemas con las justicia. La paz comienza en una conciencia tranquila. El inocente no se altera ante la presencia de los cuerpos policivos, y los acepta como una manifestación de la fuerza del Estado para preservar la vida, honra y bienes de los ciudadanos.
Los abogados y los jueces son víctimas de denuncias temerarias. Pleito que se pierde, cliente que se convierte en enemigo. Parece que los abogados tuvieran la obligación de ganar los litigios en que intervienen. Más grave aún cuando el defendido es un mafioso. A éste hay qué “ganarle” sus enredos, porque para él todo es negociable y en ese mercado simoníaco no se puede perder. ¡Cuántos juristas muertos por no sacar avante las tesis que habrían de favorecer a quien es un desalmado criminal!
Los contradictores en política rastrean la vida privada de sus rivales. Qué deslices, qué violaciones a la ética, qué órdenes de captura, qué condenas. Un litigante no debe permitir ¡jamás! que lo sancionen por quebrantar las disposiciones que reglan su profesión.¡Es de una contundencia demoledora poder probar que el adversario se ha movido por entre los espacios blancos del Código Penal o fue sancionado por violación de normas disciplinarias!
Era Notario en Manzanares Henry Ramírez Montes. En una tarde lluviosa llegó a su oficina un tropel de sabuesos, con fusiles en dirección del aterido funcionario, lo encaramaron en un furgón, transportándolo esposado a un socavón en donde encerraban a los sindicados de graves picardías. Aterrado, Ramírez se preguntó: ¿Por qué yo?
En el despacho del fiscal, no podía creer la retahíla que leyó un empleado para señalarlo como protector de la guerrilla, alimentador de la misma cuando era alcalde de su pueblo, asistente a los conciliábulos de esa turba para planear delitos. En ese momento, el mundo se le desbarató. Algo similar ocurrió con Celio Aristizábal, un ciudadano intachable del mismo municipio.
Los adversarios hicieron leña del árbol caído. Les clavaron el Inri de ser torcidos, asesinos, que robaban los dineros de Manzanares para apoyar y robustecer la subversión, compinches ambos de tenebrosos bandoleros. Fueron tres años en las mazmorras. Los imputados vendieron sus pocas pertenencias para pagar costosos juristas y estuvieron aislados de sus familias. Peor ¡peor! el paredón en donde a diario sus maledicentes adversarios los fusilaban como detestables criminales.
La prueba es todo. Es sabio el jurisconsulto que sabe evidenciar con hechos palpables, testimonios o documentos, la inocencia de su defendido. Ante una catedral probatoria, se achican las doctrinas y las jurisprudencias.
Le tocó a los profesionales del derecho demostrar que un cartel de testigos falsos había fabricado canallescas mentiras que fueron convertidas en añicos en el fatigoso debate judicial. Los que inicialmente hicieron imputaciones calumniosas, reversaron en el foro los cargos pestilentes y confesaron la infamia urdida para guillotinar a unos inocentes.
Finalmente los procesados fueron absueltos en primera y segunda instancias.
El perjuicio quedó hecho. ¿Quién lo resarcirá? ¿Cuántos que no viven al día en la informaciones de los medios sociales, quedarán con la imagen de dos malevos, gracias a la expansión que siempre se le da a las malas noticias? Ni siquiera con amplias tablillas colocadas sobre el pecho en las que se leyera “fui absuelto por la justicia” cubriría el necesario despliegue sobre la decisión liberadora de los jueces.
Esa es la secuela que dejan los que asesinan la inocencia. Delincuentes que ni siquiera desde la reclusión descansan en su oficio de urdir mansalvazos contra personas absolutamente ignorantes de las trapisondas que se tejen en su contra. ¡Cuántos pagarán condenas porque no pudieron probar las celadas que enmallaron podridos habitantes de los panópticos!
Pero, al final, la justicia vence. Henry Ramírez y Celio Aristizábal salieron del infierno para ingresar, otra vez, a una sociedad que de nuevo los aplaude por sus vidas impolutas.
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