César Montoya


La política era. Era una filosofía para las prédicas. Un ideal. Era la razón de los denuedos, un rédito puro de la inteligencia, un fin procero que potenciaba las energías del alma. Era lontananza. Para trabajarla era menester ser un sacerdote apuntalado en certezas consistentes como la piedra, subirse a los púlpitos para las homilías, recorrer senderos para la conquista de los catecúmenos, convencer, tener destreza para el manejo de los argumentos, ser un místico. El apostolado era integral. Se trabajaba el espíritu con verdades, se tatuaban los cerebros para las permanencias. Se esperaban las mejores estaciones del año para las siembras. No la canícula larga y extenuante, tampoco los inviernos inclementes. Un tejido de afectos, una malla de teorías que no caducan, eran las provisiones que se recibían para las itinerancias. Importaba la palabra que enraíza, la letra que cincela, la depuración de las conciencias.
Y todos esos proselitismos se hacían con el pan de la pobreza. Los levitas seglares solo manejaban vituallas que alimentan la razón, unas hostias casi imperceptibles para los sursum corda.
El expresidente Alberto Lleras se recluyó en una pequeña casa -su patrimonio- en Chía, Cundinamarca. Laureano Gómez después de un batallar siempre bajo los estampidos de la guerra, jefe de un partido, murió con una chagra modesta en Santandercito, en las goteras de Bogotá. Jorge Eliécer Gaitán tenía una sencilla vivienda en el barrio de La Soledad de la capital de la república. Gabriel Turbay, excandidato presidencial, falleció en un hospedaje popular en París, sin recursos económicos. El patrimonio de Silvio Villegas era una modestísima morada convertida en un bosque de libros. Fue bisoño Gilberto Alzate que invirtió sus ahorros en una finca en San José del Palmar, Chocó, que solo producía batutas. Esas fueron las riquezas de estos líderes legendarios.
La política moderna es una empresa de ricos y con esa mentalidad se maneja. ¡Afuera los pobres! Todo se reduce a una contabilidad de costos que el capitalista clarifica antes de anticipar dineros. Ya no hay jefes de debate, ni plataformas programáticas, ni discursos azules o rojos, ni el encantador señuelo de un futuro de grandeza, ni encauzamiento intelectual de la juventud, ni se misiona para semillar el alma elemental del campesino. Deciden los gerentes y los administradores. En la antesala de unas elecciones se buscan Cresos que financien. Después con los contratos que genera el gobierno, se cancelan los anticipos. Además, los que inyectan el circulante, acaparan, recomiendan, exigen. ¿Quién les niega un “favor” a los que abrieron las cornucopias y fueron decisivos en la victoria?
El que invierte se transforma en el mandamás de las colectividades. Avasalla. Quien, detrás de bastidores, comprometió su capital en unas elecciones, resulta ser el máximo desiderátum de los partidos. No visita municipios, no tiene conexión con el electorado, le importan un higo las urgencias de la base. Pero manda.
La conclusión es dolorosa. Los partidos son hoy recua obediente de los epulones.
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