César Montoya


Cuántos visajes y caracteres distintos, cuántos energúmenos y seres apacibles tiene la política. Deslumbra la policromía de los hombres públicos con rojos pecadores, azules celestes, amarillos de mariposas, o negros asustadores. Son acuarelas con arreboles de oro, matizadas por nubes de cambiantes configuraciones, con mantones de luto.
Los conocimos a casi todos en persona y algunos solo auditivamente. Introvertido, capotudo y borrascoso Laureano Gómez. Gaitán con morenaje de barriada decadente y garganta sísmica. Alzate disminuido por su voz nasal, defecto que desaparecía cuando, como un dios, en el ágora todo lo convulsionaba con rayos y centellas. Álvaro Gómez artificioso en el gesto, manipulador musical de las palabras, erudito, voz con resonancias sonoras. Con tez de indio, intemperante y mandón Víctor Renán Barco. Rodrigo Marín un calentano olímpico, con petulancias zalameras.
José Restrepo paternal y magnánimo. Ómar Yepes talentoso y tranquilo. Además benevolente. Nos apartamos de sus orientaciones en la última elección para gobernador de Caldas, tampoco en el plebiscito estuvimos a su lado y ahora nos distanciamos en nuestra determinación de apoyar a Jorge Hernán Mesa para la Cámara de Representantes. Esas independencias jamás empañarán una amistad de siempre, hasta la muerte.
En Colombia ha existido una estirpe de políticos que más parecían directores de un seminario que líderes del alma popular. Luis Navarro Ospina era rezandero y beato. Viajaban Ramírez Moreno y el “tuso” Navarro en avión de Bogotá a Medellín. El primero le pregunta al líder conservador de la Montaña: “Dígame doctor Navarro ¿cuánto dura este vuelo? Contestó: Exactamente dos rosarios”. Este jefe, no anacrónico, por años tuvo el cetro del partido en Antioquia a base de camándulas. Alberto Mendoza Hoyos decidió, en larga temporada, la suerte del liberalismo de Caldas. Era pulido y tranquilo. No daba órdenes, solo consejos. Era amable y cordial, le ponía sordina a sus palabras y encimaba unos palmoteos cariñosos.
La miel también hace política. Unos conductores son hoscos, de palabra troglodita, campanudos y bravucones. Tocan trompetas de guerra. Otros son tramposos, de armadura maquiavélica, siempre torcidos. Los de allá cándidos, casi alcornoques, adornados con ingenuidad de niños. Pero ¿…mieludos…? ¡Sí, mieludos! Los hemos visto en alquimias con los electores, metidos en socavones para las confidencias, volteando guarilaques. Muy al alba salen de los encierros, invicto el político con sus conquistas milagrosas.
Este mieludo tiene nombre: Jorge Hernán Mesa. Lo ampara la ley de la inatajable renovación de las clases dirigentes.
En las correrías electorales unos líderes se desbocan por el sendero de las copas, otros hacen condumios pantagruélicos, o enamoran niñas fáciles. Mesa no. Tiene fonética arrullante, es pegajoso, artista para encaramar los brazos sobre los hombros de sus “víctimas”. Primero el arpón de las palabras, las preguntas sobre los problemas familiares, cómo discurre el estudio de los niños y el cabildeo sobre la venidera cosecha de café. Después en cantina recatada, se desmenuzan los avatares administrativos del municipio, se pasa revista a los grupos que compiten en el pueblo electoralmente, se proyectan futuros y cuando invaden las primeras neblinas de la madrugada, los despide a todos con abrazos de ternura. Mesa sabe en dónde están los pichones de las garzas.
No ha tenido que desgañitarse en las tribunas, ni ha elucubrado sobre teorías del Estado. Ha sido práctico. Con esas pequeñas sumas y multiplicaciones, con esas cercanías al sentimiento de los electores, ha venido consolidando una jefatura. Ahora tiene a su lado a quienes manejamos latines. La política es una ciencia que distribuye compromisos. Desde el valentón que revienta vidrios con su vozarrón estentóreo, pasando por los engrudos y las bastoneras, y en escalinatas más altas, conquistando al que escribe y se apodera de los balcones. Finalmente… todos trabajamos para él. Tiene olfato acaparador.
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