César Montoya


Desde sus primeros balbuceos conozco a Juan el Ermitaño. Nació en una vereda que se alarga en montículos aplanados, uno tras otro, con un horizonte de nubes sometidas al látigo del viento, con vistosos arreboles que se deforman en imágenes de poca duración. Creció trillando caminos, enlazando terneros, jinete montaraz sobre potros ariscos, homicida de pájaros inocentes. Tuvo una niñez anodina. Su abuelo lo enclaustraba cuando las aves de corral se subían a los gallineros, sometiéndolo a la tiranía de las camándulas, al sofocado trote mañanero para exigirle, a empellones, la diaria comunión. Fue rezandero a la fuerza.
Estos antecedentes de sacristía aperturaron su vocación por los noviciados religiosos que llegaron con sotanas negras y pecheras blancas, combado su cuerpo por exigida humildad conventual, con bridas los apetitos fornicadores, suave la voz, con precoz molde de santidad. Fueron suyas las capillas, el rezo suplicante, las llorosas invocaciones a las ánimas benditas, los artificios místicos. Recibió inyecciones para purificar el alma, también diarias vacunas contra el pecado mortal y acondicionaron su mente para el gozo del cielo prometido. Su adaptación para recibir palizas en los escenarios de la democracia, es secuela tardía de esas introversiones piadosas.
La vida se le desbocó por senderos que poco pudo controlar. Ingenuo y con recortada capacidad para el teatro, encontró estigmas, zancadillas a granel, y evidentes prejuicios en un mundo que golpeaba a los candorosos. Debió batirse con los desesperos de un león enjaulado. Confió en sí mismo, porque en escondidas hondonadas encontró vocación para los heroísmos, reservas para enfrentar el voluble cosmos de las circunstancias. Minimizó la adversidad.
Administró desordenadas glotonerías por la mujer. Desde el convento, allá entre un arboleda tupida, la vio tentadora con bahías de redondas turgencias, glúteos esféricos, ojos febriles, que lo deslizaron por pendientes seductoras. Esa vecindad de provocaciones arrasó con las fidelidades cristianas. Adiós voto de castidad, adiós a las expiaciones de la carne que lo estampillaban sobre maderos de dolor. Y viajó, sin agotarse, por la geografía de Eva, diosa de ensueños, alcancía de suspiros, mapamundi de cordilleras y ríos escondidos, apacible rada para echar anclas de amor.
La mujer lo absorbió. Bebió de su copa el licor agrio de las mandrágoras, compartió sus melodías ebrias, bailó frenéticamente, estiró las horas hasta agotar los sorbos en estremecidos parrandones báquicos.
También fue un argos caviloso. Sus antenas recogían los síntomas del tiempo aunque cosechó peligros y hundimientos. Sus adversarios, que muchos fueron, le pisaron los talones, lo maceraron con espinillazos, pero sobrevivió gracias al talante guerrero que lo signa. Si no tienes enemigos, invéntalos. Esa norma la convirtió en norte de su destino. Nunca pudieron destruirlo.
Hoy es un fatigado itinerante, pero vertical. Sabe que el almanaque se agotó y que poco le resta de futuro. Pese al fardo de los años, todos los días renace. La vida comienza mañana. La vocación por la permanencia lo llevaron a escribir su autobiografía. Cuántos simbolismos tiene ese destape. Es un descaro impúdico contar los meandros de una vida que a nadie le interesa. Es un narciso el que lo hace. Sin embargo, en otros estadios superiores no es extraño el descorrer de las cortinas para notariar acontecimientos estrictamente personales. Lo realizaron Saramago en “Las pequeñas memorias”, Gabo en “Vivir para contarla”, Gunter Grass en “Pelando la cebolla” y Alberto Lleras en “Los míos”. Quien se desnuda se libera de hipócritas pudibundeces.
Es un descaro impúdico contar los meandros de una vida que a nadie le interesa. Es un narciso el que lo hace.
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