César Montoya

Por los años cuarenta del siglo pasado a unos mozalbetes les dio por crear un movimiento de alborotos, no rebelde de las jerarquías conservadoras. Lo bautizaron con el nombre de “Los Leopardos”. Lo integraron Augusto Ramírez Moreno, Silvio Villegas, Eliseo Arango y Joaquín Fidalgo Hermida. El primero manejaba un elegante cuerpo desgonzado, tenía cejas agresivas como de tigre, y un rutilante penacho verbal. Villegas era pitufo. Sabía adornarse como un florero, con vestidos de un negro lánguido, corbatas de color chillón. Era también colérico en la tribuna y como escritor dejó prosas inolvidables. De Eliseo Arango dicen que era un filósofo. No le escuchamos una sola sapiencia, nunca un discurso siquiera desteñido, jamás una sola sabiduría. Surgió su importancia de una intervención afortunada que tuvo en una convención de juventudes conservadoras. Era un pacheco. El cuarto, fue sacado, por inútil, de ese privilegiado sanedrín: “¿Fidalgo Hermida figurará entre Los Leopardos?, pregunta Claudio. (Silvio Villegas) No. (Contestó Sergio Ramírez Moreno). Porque él ha preferido continuar sentado en el cojín de su valiente pereza”.
Ramírez Moreno fue polivalente. Como abogado penalista utilizó la herramienta de la palabra que él sabía manejar con singular destreza. Debió ser epidérmico en conocimientos legales, deportivo y un tanto irresponsable en el análisis de las pruebas, descarrilado en lirismos tempestuosos.
Silvio Villegas embriagaba con sus arengas. Era cortante, apasionado, hurgador, matachín cuando se encolerizaba. Suyas eran las citas de los autores griegos y latinos, suyas las metáforas impactantes y también el desborde tribunicio. Las multitudes lo reclamaban en Buenaventura y Cúcuta, exigían su presencia en Barranquilla y Pasto. Fue un Cicerón.
Al grupo de Los leopardos fueron vinculados otros nombres. El santandereano José Camacho Carreño, el mejor orador de todos, Joaquín Estrada Monsalve, y por las excelsas condiciones del verbo, Fernando Londoño y Gilberto Alzate.
Ramírez Moreno cometió la osadía de escribir un librillo que lo tituló “Los Leopardos”. Es un revoltijo de apellidos y lugares, de pequeñas e insignificantes biografías tan anodinas que poco benefician el contenido del opúsculo. Por ejemplo, es risible cuando pinta al trotamundos de su padre, Enrique Ramírez Gómez. Expresó: “Siendo Medellín teatro natural de su profesión (abogacía) vino con su gente a Ibagué. (Catorce días duró el traslado, embutidos los hijos en cajones de madera, sobre mulas heroicas). Allí encontró camorras de fama. Vino a Bogotá. Vuelve a Medellín. Otra vez al Tolima. Luego Manizales, en mil novecientos diez. De nuevo a Bogotá y por último -era claro- se murió en un tren, caminando”. ¿Qué oficios desempeñó su progenitor? “Se ensayó como hacendado, como abogado, como explorador, como minero, fracasando siempre”. Con razón su hijo lo moteja de “calavera”. Solo a los 9 años Ramírez Moreno vino a saber qué eran unos botines con carramplones. Este muchacho trashumante no por culpa suya, llenó con su voz de lírida el hemiciclo parlamentario, fue orfebre de trinos como pocos, ministro y decorativo embajador en París.
Poco vale el libro como obra literaria. Menos significa en el terreno conceptual. Poco a nada como memoria de su generación. Está demasiado abajo si se le compara con los partos espirituales de Silvio Villegas en “La Canción del Caminante “, “La Imitación de Goette”, o con las gloriosas cartas de amor reunidas en el libro “El Hada Melusina”, que son, sin ponderación, las más bellas escritas por los que agonizan de amor.
De ese fárrago salido de la pluma de Ramírez, lo salva esta definición: “Un político es el hombre que tiene don profético, claridad de propósitos y voluntad impertérrita para lograrlos”.
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