César Montoya


Nada más sugestivo en el Código Penal que la legítima defensa. En un mundo acosado por la violencia, con los valores morales extraviados, esta figura cobra realce porque detrás de ella el ser humano se protege. Con su vigencia se resguardan los legítimos derechos y todos los demás bienes que la anillan. Vivimos en una legítima defensa permanente. Los agresivos nos cercan, los bandidos nos asedian y todos sufrimos un miedo sobrecogedor que olfatea peligros apenas presentidos. Hay una legítima defensa social, un alerta comunitario contra el crimen, un pánico soterrado contra la maldad. Primero la vida, siempre la vida, frente a cualquier circunstancia que la amenace.
Son los abogados penalistas cirineos que comparten con el incriminado el peso de la cruz. Para ellos prima el sujeto procesal en su arcana dimensión; lo demás es secundario.
El ser humano. Centro en torno del cual gravita el universo de las coyunturas, columna matriz del derecho penal. Doloroso es reconocer que hemos descendido a una triste condición en que el hombre es tratado como “cosa”. Ha desaparecido la intención como esencia real del engranaje que mueve todo el aparato judicial.
La intención. Sobre esa palabra mágica descansa el derecho penal. Indagar el recóndito motivo de un acto humano, cuánta consciencia, cuánta voluntad, cuánto querer se involucraron en una decisión, ahí está el meollo para calificar una conducta. No se presume, no se inventa el dolo. Hay que probarlo. Los abogados, los investigadores, los que aplican la ley, saben que se requiere remover obstáculos para llegar al fondo de esa intimidad ignota del reo a fin de precisar el quantum de la pena.
Hoy la mecánica del sistema acusatorio se tragó la justicia. Se juzgan actos físicos, hechos escuetos, y nada más. ¿En dónde el hombre, en dónde el porqué y en dónde la intención? ¿Y la legítima defensa con sus variantes? ¿Y los celos “el monstruo de ojos verdes”? ¿Y la ira con sus tentáculos agresivos? ¿Y la premeditación que rumia y enferma? Preguntas que tienen que ver con el yo profundo, territorio misterioso pero soberano. Indagaciones sobrantes para un procedimiento que descarga los expedientes de los anaqueles, sin reflexionar que detrás de los folios hay un acusado, con esposa, hijos, familia, economía, futuro, que debieran ser la obsesión primordial en la hora de las sentencias.
Meditaciones son éstas suscitadas por el libro “La Defensa de “ToTo”, del penalista Hugo Tovar Marroquín que tuvo como contenido esencial y además exitoso, la primacía de la vida, en un debate ciceroniano.
La historia es trágica. En noche aciaga, asediado por un guapo prepotente, joven y rabioso, acorralado sin posibilidad de escape, el procesado tuvo que ultimar al agresor. Por ser el muerto un funcionario de la embajada americana, el aparato instructor se plegó ante la opulencia de los corifeos diplomáticos, para estampillar a la víctima como culpable de un asesinato, astillando la presunción de inocencia.
La defensa fue perfecta. Después de las coléricas acusaciones de la fiscalía y la parte civil, quien representaba al enjuiciado -Tovar Marroquín- demolió el artificioso aparato, con derroche de recursos. Palabra demosteniana, intuición acertada para demostrar los montajes fraudulentos, y sabiduría jurídica. Más la intención. Palabra sagrada que ha desaparecido en la contienda foral, para convertirla en un término obsoleto, estorbante en los juzgamientos rápidos, que suman la eficacia de los operadores de la ley por el número de condenas.
Los falladores, lo escribió Ana Gimeno-Bayón Cobos, en el prólogo del libro, “no comprenden al ser humano en forma integral, sujeto íntimamente a unas leyes psicológicas y externamente a unas normas jurídicas”. Lo dice Tovar en su denso discurso: “El juez deberá colocarse así, en el momento psicológico por el que atraviesa el sujeto activo de la defensa”.
Entiéndase bien: primero la psiquis. Se equivoca el juez que se aísla de las circunstancias vividas por el incriminado, que no explora su estado de ánimo y sus emociones, que centra datos externos nada más, olvidando que se vive hacia adentro, en ese territorio misterioso de la conciencia, y que en ese ámbito intangible está el vicio y la virtud.
Cabe destacar el copete oral de Tovar Marroquín, fúlgido y eficaz, la galanura de la prosa y la densidad de los conceptos. Penalista catedrático en sabiduría, intrépido y audaz en el litigio.
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