César Montoya


Quedan memorias de los que han dejado el poder en el más abismal descrédito. Es sabido que el poder desgasta. Cuando Alberto Lleras le entregó el gobierno a Mariano Ospina Pérez fue abucheado por su partido liberal. Julio César Turbay finalizó su mandato absolutamente impopular. Al señor Andrés Pastrana lo encaramaron en la picota pública con el más bajo registro de aceptación de sus compatriotas. Todos gastaron su aureola por servir bien a la patria. Pero ninguno de esos exponentes de la civilidad tuvo que defenderse de sindicaciones delictivas.
Con una excepción: Álvaro Uribe Vélez. Desde que salió del Palacio de Bolívar anda blindado por un equipo de penalistas. Él ha tenido que soportar el señalamiento de sus múltiples problemas con la justicia; ser auspiciador de las autodefensas; promotor de un homenaje en el que llevó la palabra cuando era gobernador de Antioquia a un general, compinche de criminales, preso y condenado por autoría intelectual de un asesinato; sus hijos enriquecidos ilícitamente; sus ministros en la cárcel, unos por regalarle dinero del Estado a unos ricos desalmados; y otros pronto a ingresar en ella por cohechadores; sus secretarios generales de Palacio rindiendo cuenta ante los fiscales; su Alto Comisionado para la Paz huyendo; su cuñada y su sobrina engrilladas por narcotraficantes en los Estados Unidos; los secretarios generales de Palacio con detención domiciliaria; un director del Das pagando condena por crímenes horripilantes y una mujer que también dirigió el Das, escondida en Panamá por sus pestilencias penales; su jefe de seguridad, miembro del Ejército, pagando mazmorra en Norteamérica por aceptar que dirigía una red de bandidos cuando trabajaba para Uribe; su jefe de seguridad de la Policía también enredado penalmente con la droga; embajadores suyos autores intelectuales de la muerte de seres inocentes encerrados en La Picota de Bogotá; su primo hermano que acaba de pagar condena por sus fechorías; su hermano con un agobiador caudal de sindicaciones como promotor y protector de maleantes asesinos.
Se hizo reelegir acogotando a los parlamentarios para que modificaran la Constitución por el tortuoso camino de la criminalidad. Las notarías se convirtieron en vil metal de pago a los legisladores que se le plegaban; anestesió con puestos públicos a los congresistas indisciplinados; colgó de los ganchos de los presidios a Yidis Medina y Teodolindo Avendaño cuando, por exigencia suya, sus ministros compraron las conciencias de estos humildes legisladores de provincia.
Obvio que no votamos por el poder detrás del trono.
Tampoco lo hicimos por los hipócritas misioneros de una moral de pacotilla. No por esos fundamentalistas que han violado el Código Penal y que inexplicablemente no pisaron los panópticos. No por esos corruptos que surgen como directores espirituales de los partidos políticos.
Sí votamos por Óscar Iván Zuluaga de conciencia purísima, sin mácula alguna en el recorrido de su vida pública, de limpio corazón con refulgente fuerza espiritual. Fue brillante en la exposición de sus programas de gobierno, afirmativo y claro, noble guerrero en la contienda.
Zuluaga habrá de permanecer en la vida pública con siete millones de votos. Lidera un inmenso ejército conquistado con argumentos sólidos y gran nobleza en el combate. Su discurso en la noche que aceptó gallardamente el triunfo del presidente Santos es un catálogo de prudencia. Los que seguimos la ruta de la disciplina conservadora y acatamos en Caldas la voz de mando del jefe único del conservatismo, Ómar Yepes Alzate, estamos al pie de su bandera.
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